Pasó la Navidad y creo que pocos se enteraron de ello. Dice un portal de noticias católico que "la Iglesia, en su misión de ir por el mundo llevando la Buena Nueva, ha querido dedicar un tiempo a profundizar, contemplar y asimilar el Misterio de la Encarnación del Hijo de Dios; a este tiempo lo conocemos como Navidad". ¿Alguien, de verdad, profundizó en tal misterio? Lo habrá hecho, quizá, alguien como el Procurador Ordóñez, que es un fanático. O el papa Francisco, porque es Su Santidad. Pero un católico dominical, de esos que eligen iglesia porque les parece chévere como habla el sacerdote (aunque de verdad no escuchen su mensaje) o porque allí se hace mejor vida social, no creo que se haya molestado en analizar dicho misterio.
Para estas personas la Navidad es, como dicen por ahí, "la época más feliz del año". Y lo es porque se desbordan todas las emociones y nos entregamos a los placeres de los excesos. Al exceso de decorar la casa con elementos cuyos significados milenarios ya ignoramos. Al exceso de trabajar, porque la gente es capaz de hacer en medio día lo que usualmente le toma toda una jornada (o más), para poder irse a rezar la novena con sus familias y amigos. Al exceso de oraciones, porque se reza la novena en la oficina, en la casa, con los vecinos y en la fiesta que nunca falta en esos nueve días previos a la Navidad. Y al exceso de comida.
"A comer pastel, a comer lechón, arroz con gandules y a beber ron. Que venga morcilla, venga de toooo", canta El Gran Combo de Puerto Rico. Y ese "toooo" son los tradicionales buñuelos, natillas, arroz con leche, pasteles, dulces, empanadas, pavo, pollo, aguardiente, cerveza, vinos, whisky... y muchos al mismo tiempo y en una misma jornada, para no tener piedad con las entrañas (que también se comen).
La gula, según la Iglesia Católica (sí, la misma de la Navidad), es un pecado capital. "Un vicio que tiene un fin excesivamente deseable, de manera tal que en su deseo, un hombre comete muchos pecados, todos los cuales se dice son originados en aquel vicio como su fuente principal", dice Tomás de Aquino. El pintor flamenco Pieter Bruegel ilustró la gula como un sapo antropomórfico y glotón cuyo vientre se descose al tragarse un pescado. Como personas entregadas a la bebida y cuyas panzas deben cargar en carretillas, como algunos senadores. Como cerdos insaciables.
Porque eso es la Navidad para muchos: para comer como cerdos. Y comerlos, ¡claro está! Y de todas las maneras posibles, porque de este animal "se aprovechan hasta los andares", dicen los españoles. Un chicharrón frito, un pernil horneado, un tierno cochinillo, un jamón ibérico de bellota, costillas asadas, chorizos, fríjoles con pezuña, una fritanga... excesos y más deliciosos excesos.
El cerdo, sin embargo, está prohibido para los musulmanes y los judíos. Y, según la Biblia, es un animal "inmundo". Cuenta Mateo en su evangelio que Jesús exorcizó a dos hombres "en el país de los gadarenos", y los demonios expulsados los mandó a una piara que después lanzó por un barranco hasta el mar de Galilea. Una hecatombe porcina.
Siendo así, ¿Es un doble pecado la gula con una lechona? ¿O triple si ésta es consumida dentro de una iglesia como suele suceder en algunas Novenas organizadas por pequeñas parroquias? ¿Es sacrilegio? ¿Será este el único misterio que inquiete al católico dominical?
La Navidad pasó, porque ya no es la Navidad que la Iglesia Católica quiso imponer desde el año 345, por influencia de San Juan Crisóstomo y San Gregorio Nacianzeno. Un tiempo para reflexionar en "misterios" y "encarnaciones". El espíritu de las personas, siempre llevado por los excesos, prevalece. En eso los antiguos, en su sabiduría, sabían que debían dar rienda suelta a todos esos placeres. De allí que la Saturnalia romana fuese una fiesta orgiástica donde la gula era bien vista. Donde la gente se reunía para celebrar el solsticio de invierno comiendo, bebiendo y entregándose regalos. Y sacrificaban, como no, cerdos y otros animales. Una fiesta que según el poeta Gayo Valerio Catulo era "la mejor época del año".
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