Brittany Maynard, la estadounidense con cáncer en el cerebro que prefirió una "muerte digna" con un coctel de medicinas a sufrir el desgaste de su mal terminal, no es una mártir ni una santa como algunos la quieren hacer ver.
Tampoco es la líder del fatalismo y del absurdo, como quiso señalarla el presidente de la Academia Pontificia para la Vida, monseñor Carrasco de Paula. Él, a pesar de que dijo que en el Vaticano "no juzgamos", no dudó en condenarla y en decir que no había nada digno en la muerte asistida. ¿Acaso Jesús no tuvo una muerte asistida?
Pero dejemos el tema teológico para después.
Brittany es producto del "social media". Del Facebook y el Twitter. A pesar de que vivió 29 años, para el mundo solo existió un mes: desde que anunció su deseo de morir hasta el sábado pasado. Escribí su nombre en Google y salieron 30.900.000 resultados. En Facebook aparecieron al menos 43 muros dedicados a ella. Antes de septiembre, ¿cuántos "likes" o "amigos" tenía en las redes sociales?
Su historia, como la de miles de pacientes terminales, es trágica. Pero ella tuvo la oportunidad de contárselo al público, para que la crónica de su muerte anunciada fuera expuesta en televisión, discutida en la radio, analizada en la prensa y edulcorada o satanizada en las redes sociales.
Brittany prefirió evitarse la agonía y verse limitada. Que la vieran consumida por el cáncer, las medicinas, por los tratamientos. Su salida tuvo que ver más con los tiempos que hoy vivimos: hacerlo rápido, mediático y dejando una imagen para la posteridad. En su caso, ella en una hamaca abrazando un perro. Se ve llena de vida, "pero un cáncer se cruzó en sus planes", escribió una persona en Facebook. ¿De verdad vamos a creer eso?
La discusión de si su muerte fue "digna" o no es irrelevante. Es más, la palabra dignidad está sobrevalorada, especialmente en nuestro país, donde los empresarios aseguran que el salario mínimo es "digno", pero se negarían a vivir con un sueldo así. Donde un vicepresidente cree que el que no viaje en primera clase es un "zarrapastroso". Donde una caja de fósforos es una vivienda "digna" para una familia de cinco personas, según el Estado. Digno es, para muchos congresistas, el trato que dan en las EPS de las que son socios ocultos.
Pero dejemos las cosas "dignas" de nuestro país a un lado, para volver a Maynard.
Ella no representa el morir con dignidad. Representa el temor que tenemos todos a enfrentar las consecuencias de vivir, en su caso, con cáncer. "Toda la vida es sufrimiento", dijo Buda, pero Maynard prefirió la máxima del actor James Dean: "Vive rápido, muere joven y deja un cadáver bello".
El New York Magazine publicó esta semana un interesante ensayo de Lisa Miller sobre Maynard y el culto a la muerte ideal (http://nym.ag/1pvvUon). Allí cuestiona el por qué la gente aplaude la decisión de Brittany de terminar su vida, mientras que señalan de cobardes a los suicidas que por depresión, problemas económicos o cualquier otra cosa, prefieren no continuar viviendo. ¿Es una cuestión de religión? ¿De ética? ¿De moral? ¿De publicidad?
El físico Stepehn Hawking, reducido a una silla mecánica desde hace años por una esclerosis lateral amiotrófica, que se comunica a través de un computador que activa con sus ojos, es un caso de deterioro físico increíble. Sin embargo, su tenacidad y teorías nos han demostrado lo increíble que es el universo y el potencial que tenemos los seres humanos. A no rendirnos y a abrirnos a las opciones. Yo, en su situación, creo que ya habría tirado la toalla.
Defiendo el derecho al suicidio. A querer morirse sin que la iglesia, las leyes, los moralistas o los habla paja de libros de autoayuda o programas de variedades mañaneros se metan en un tema tan íntimo. Y es por eso mismo que cuestiono lo de Brittany Maynard: que nos haya metido en una decisión que solo le incumbía a ella y a sus allegados. Hizo de su drama un espectáculo y de su muerte un circo. Nada que envidiarle a las Kardashian.
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