En más de una oportunidad me han dicho que sea activo en la redes sociales. Que me conecte con los lectores, con el mundo. Que comparta mis opiniones en Twitter, que abra un perfil en Facebook para subir fotos de momentos familiares y con los amigos, y que abra cuenta en Instagram porque es lo que está de moda.
Incluso un amigo me habló de la posibilidad de negocios al estar en estas redes, y me contó de unos paisas que se la pasan haciendo memes todo el día y por eso cobran un buen dinero.
No niego que la idea me ha rondado la cabeza, pero al ver el uso que le dan a las redes sociales, prefiero abstenerme. Son cloacas. La mayoría de información que por allí pasa es frívola y sin importancia. Y, si no lo es, es terrible. Escribir algo inteligente en 140 caracteres no es fácil; hacer aforismos (o "escolios", como los llamaba el escritor y filósofo colombiano Nicolás Gómez Dávila) es un arte.
Twitter se convirtió en una galería en el que se grita de todo. Desde el Presidente para abajo usan este espacio para insultarse como verduleras. Esta semana, el primer mandatario de los colombianos, Juan Manuel Santos tildó en una entrevista al procurador Alejandro Ordóñez de ser "triste y folclórico", por cuestionar el proceso de paz. Este arremetió usando la cuenta oficial de la Procuraduría y bajo el hashtag (#) "triste y folclórico", le cantó la tabla a Santos. Un acto que, en otras épocas, se discutía en privado para no mermar la legitimidad del Estado.
También se registró el trino homofóbico del senador José Obdulio Gaviria, que atacó a la ministra de Educación Gina Parody, porque esta llamó "mafioso" al expresidente Álvaro Uribe. "Lagarta rica y gay es una "estadista santista". Lagarta pobre y heterosexual es una "pobre politiquera" ¡Pero son lo mismo! #GinaLagarta", escribió Gaviria, en algo que más que un trino fue el crascitar de un cuervo.
Y comienzan los retweets, que es regar como pólvora estos mensajes, y apoyarlos y condenarlos con términos cada vez peores y más bajos. Lo siento, pero no quiero pertenecer a algo así.
Dirán que hace parte de las nuevas dinámicas sociales y que trinos así contribuyen a la transparencia de las instituciones. Como para saber a qué atenernos. Tal vez sí, pero viniendo de personajes como Ordóñez o Gaviria, uno sabe que detrás de sus mensajes hay mucha politiquería e intereses.
Facebook e Instagram tampoco me interesan. No me gusta compartir mi vida con extraños, mucho menos hacerla pública en las redes sociales. No soy lo suficientemente vanidoso para tomarme selfies en el trabajo, mientras cocino, entro al baño, me como una lechuga... como lo hacen muchas celebridades. Tampoco me interesa seguir el día a día de personas que tienen que estar ventilando su cotidianidad. Y, muchas veces, esas vidas son menos interesantes que la suya o la mía.
Que me estoy perdiendo de cosas interesantes que algunas veces se suben a Twitter. De pronto. Pero he aprendido a que no debo saberlo ni conocerlo todo. Además, si fue "tan interesante", la mayoría de medios lo recogerá y me lo dará con contexto. Que me estoy perdiendo la posibilidad de crear un nicho de seguidores... Nunca me han convencido esos cultos a la personalidad, sobre todo si depende de cuantos "likes" me dan.
A comienzos de año sucedió "el rapto de Instagram", cuando una firma especialista en redes sociales analizó cuántos seguidores reales tenían esos "fenómenos mediáticos", como Kim Kardashian o Justin Bieber, y el resultado sorprendió: muchos de sus fans no existían. Eran de mentiras. Invenciones para que algunas agencias creyeran que anunciando sus productos en los perfiles de estas personas, llegarían a más mercado. Bieber, por ejemplo, tenía 3,5 millones de seguidores falsos. Kardashian, 1,5 millones.
La obsesión por la popularidad en las redes sociales es tal, "que algunos llegan a pagar miles de dólares por adherir a sus cuentas cientos de fans. Por 30 dólares, les pueden anexar hasta 1.500 seguidores", dice el informe.
"Dialogar con el imbécil es escabroso: nunca sabemos dónde lo herimos, cuándo lo escandalizamos, cómo lo complacemos", escribió Nicolás Gómez Dávila en 1934. Tremenda garrotera le habrían dado si lo hubiera trinado hoy día. Sobre todo si el imbécil al que se refiere es Álvaro Uribe, el Procurador Ordóñez, la comunidad LGBTI, o a los seguidores del culo de la Kardashian.
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