Con quien se encuentre uno por la calle lo primero que le siente es una depresión incrementada por los recientes acontecimientos que nos han hecho retroceder por más de quince años desde que, con el gobierno de Álvaro Uribe, nos dimos una refrescante pausa de tranquilidad después de una larga etapa de situaciones violentas que nos pusieron al filo de la desesperación. Éramos prisioneros en nuestras propias casas, no podíamos recorrer las carreteras, ni pensar en darnos lujos, por pequeños que fueran como comprar un modesto carro nuevo, ya que eso nos ponía en un grave riesgo de ser sujetos al secuestro.
Con nostalgia recordamos que el día de su posesión como mandatario ordenó a las Fuerzas Armadas que salieran de sus cuarteles y dedicaran por entero su tiempo a combatir toda clase de delincuencia, a las bandas de criminales corrientes, y especialmente a los bandoleros que orondos se paseaban por todo el territorio de la patria sin que nadie fuera capaz de hacerles frente. Nos acordamos del escepticismo con que recibimos esas decisiones, pues estábamos acostumbrados a sobrevivir bajo el yugo de la violencia y sometidos al escalofriante terror que nos rodeaba.
Cuatro años después las cosas cambiaron en forma tan favorable que sin pensarlo dos veces la mayoría tomó la sabia determinación de reelegir a Uribe, para continuar su valerosa política de enfrentamiento con los jojoys y timochenkos que sobrevivían, aunque notoriamente disminuidos. Y así nos fuimos durante el segundo cuatrienio, cimentando el convencimiento del regreso de Colombia a ser un país pacífico y con todos los instrumentos para ingresar al grupo de naciones de un mundo más civilizado y progresista.
Desafortunadamente, al terminar su segundo período, las fuerzas politiqueras comenzaron una enconada lucha para no permitir una nueva etapa para un mandato que nos hubiera puesto en forma definitiva y sólida en la verdadera ruta del progreso y una paz firme. Con traiciones de ciertos amigos y engaños se lanzó a la candidatura el señor Santos, en quien Uribe había puesto gran confianza y de quien nunca se pensó que su cerebro gris sería su hermano Enrique, famoso por su ideología de izquierda y amigo del alma de los grandes cabecillas por cuyas manos ha pasado la larga historia de dolor de Colombia.
Comenzó entonces una etapa cruel de nuestra historia, pues siguiendo malos consejos los santistas fueron convenciendo al presidente de tomar decisiones que nos hacían más dependientes de quienes nos han azotado durante tantos años, tratando de convencernos de que los facinerosos estaban anhelantes de regresar a la paz, siempre que nos entregamos como corderitos en sus manos.
Y así los gobernantes cayeron en la astuta celada y comenzaron las conversaciones de La Habana, que debían durar meses, pero que ajustamos más de tres años de una dolorosa entrega y lo único que hemos visto es que nos limitan nuestras libertades, y se incrementan los repudiables crímenes como el del secuestro, esta vez en manos de una reconocida periodista quien, como con gran eufemismo lo expresa Santos lleva ocho días de “retención”, cuando eso no tiene otro nombre que el de rapto.
Este capítulo es una muestra de la crueldad en que vivimos, y que con la política de entreguismo de los hermanos Santos irá empeorando si no enfrentamos con valentía el reparto de mermelada, que se ha convertido una epidemia de corrupción.
Si hubiéramos sido un poco más inteligentes no estaríamos hoy oyendo mentiras y creyendo en pajaritos preñados.
P.D.: El que busca un amigo sin defectos, con seguridad se va a quedar sin amigos.
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