Por este tiempo, cuando el país se apresta a firmar un tratado de paz que busca imperiosamente poner fin a más de cincuenta años de guerra, es muy común la pregunta sobre si la sociedad está preparada para recibir a la población que se insertará a la vida civil y ha estado durante décadas en las filas de los movimientos subversivos. Por supuesto que la escuela es un escenario que albergará buena parte de estos nacionales que retomarán su formación académica que hace algunos años abandonaron por diversos motivos, niños y jóvenes que dejaron de lado el maletín escolar y los libros de fábulas, las crayolas con que pintaban sus sueños e ilusiones, para empuñar armas que, con tinta de sangre, graficarían un desastre nacional.
Quiero empezar la reflexión de hoy manifestando que desde la escuela los maestros debemos apoyar esta noble iniciativa, aun con los altos costos que tendremos que asumir: impunidad, poder político, condonaciones judiciales y buena parte del ordenamiento institucional de la Nación. Y aunque son claras las alternativas, no tenemos otra opción, al menos sensata, que conduzca a consecuencias deseables: ya conocemos el precio de la guerra y llevamos más de cincuenta años enfrentando el conflicto armado sin resultados efectivos, de modo que no apostar por la paz sería condenar a las actuales y futuras generaciones a la hostilidad, la barbarie y la violencia.
La escuela es una institución que debe estar muy bien preparada para asumir los retos del postconflicto. Podría decir que, no obstante todo lo que le falta para desempeñar bien su misión, hoy es de las instituciones que mejor lo está, sencillamente porque llevamos muchos años viviendo bajo los efectos no solo de la guerra, sino también de cuanto fenómeno afecta a la sociedad colombiana. No olvidemos que la escuela es una muestra de país, tal cual, y que todos los bichos sociales que infectan la vida nacional se dan cita en los escenarios escolares: violencia, muerte, extorsión, secuestro, microtráfico, descomposición familiar, maltrato infantil, matoneo, prostitución, desempleo, paramilitarismo, abandono y discriminación. Estos fenómenos, sin duda, hacen presencia en la cotidianidad escolar; basta con repasar los titulares de prensa, noticieros y periódicos para evidenciarlo.
Cualquier menor de edad que haya incursionado en actos delictivos probablemente no recibe hoy la efectiva atención del Estado para llevar a buen término su proceso de recuperación, tampoco las garantías suficientes para que su familia lo acoja, lo acompañe, le provea su manutención básica y le brinde afecto y cariño de hogar. Por razones normativas tampoco puede estar privado de su libertad. Sin embargo, sí tiene garantizado su cupo en la escuela; y no es que no esté de acuerdo con garantizar el derecho a la educación de los menores de Colombia por encima de cualquier condición, lo que reclamo es que esta responsabilidad y titánica tarea no se puede dejar solo en manos de los maestros. En efecto, el Estado debería contar con un músculo institucional muy fuerte que, desde lo terapéutico, lo asistencial, lo judicial y lo familiar, acompañe a la escuela en este gran propósito; hoy es palpable la soledad que experimentan los maestros para atender adecuadamente a esta población.
Finalmente, deseo reclamarles al Gobierno Nacional y a nuestro Parlamento un gesto de sensatez con la educación, que aprovechemos estos momentos de reformas y acondicionamiento de las instituciones del Estado para que se provea a la escuela de las condiciones necesarias y suficientes y pueda responder efectivamente a este reto que impone el postconflicto; queremos asumir la responsabilidad que nos demanda la Patria con la pacificación del país, pero requerimos que la institución escolar sea fortalecida para hacer frente a tan noble y digna misión.
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