La santidad se realiza en la vida cotidiana y es precisamente la finalidad de Dios al crearnos: “Lo que Dios quiere de ustedes es que sean santos” (1 Tes 4,3; Cfr. Ef 1,4). El Concilio Vaticano II, en su Constitución Lumen Gentium, en el número 39 dice: “Esta santidad de la Iglesia, es decir, de todos los bautizados, se manifiesta sin cesar y debe manifestarse en los frutos de la gracia que el Espíritu produce en los fieles. Se expresa multiformemente en cada uno de los que, con edificación de los demás, se acercan a la perfección de la caridad en su propio género de vida”. La búsqueda perfecta del ejercicio del amor hace al santo; por tanto, quien a cada minuto de su existencia, en su condición de vida, se esfuerza por vivir realmente el amor de donación, va obteniendo un talante particular que impregna todos los ámbitos de su entorno.
El matrimonio es una vocación: “Los esposos y padres cristianos, siguiendo su propio camino, deben apoyarse mutuamente en la gracia, con un amor fiel a lo largo de toda su vida, y educar en la enseñanza cristiana y en los valores evangélicos a sus hijos recibidos amorosamente de Dios”. Estas palabras tomadas del número 41 en la misma Constitución Lumen Gentium, nos descubren cómo las parejas realizan su santidad en la entrega mutua permanente, manifestando un amor incansable y generoso, marcado por las fatigas de cada día, las cuales adquieren una preciosa forma de ofrecimiento, unidos a Cristo que sufre por la salvación del mundo, los oprimidos por la pobreza, por los dolores, por la enfermedad, y los perseguidos a causa de la justicia (Cfr. Lumen Gentium n. 41)”.
Así como fue llamado Eliseo, en las lecturas que escuchamos, algunos vienen elegidos por Dios. Muchos jóvenes en su etapa de vida colegial experimentan también una especial llamada al servicio de los demás, en la vida sacerdotal o religiosa. Igualmente, adultos y profesionales van, en no pocos casos, preguntándose sobre la posibilidad de entregar la vida a la Iglesia contribuyendo con sus profesiones adquiridas. A unos y a otros, hombres y mujeres, se dirige la voz de Jesús que sigue repitiendo la llamada: “Ven y Sígueme”. Ante tal convocatoria no puede dejar de aparecer el miedo al riesgo, pues cuesta posponer, ante ella, todas nuestras seguridades familiares y económicas. Sólo que hay una certeza: somos convocados a la plenitud de la felicidad, siendo sacerdotes santos, religiosos santos, laicos santos.
Si al leer estas líneas, sientes que hay un deseo particular de discernir dónde quiere Dios hacerte feliz, a ti personalmente, o a un hijo o hija, hermano o hermana, novio o novia: si en la conformación de un hogar, o en el ejercicio sacerdotal o religioso, permítenos ayudarte y acompañarte.
Delegado Arquidiocesano para la Pastoral Vocacional y Movimientos Apostólicos
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