Leí en alguna parte (debo reconocer que no recuerdo en dónde) una máxima china que decía que cuando la flecha se encuentra en el arco, tiene que partir. Así estoy mirando el plebiscito, así el Acuerdo firmado recientemente entre el Gobierno colombiano y las Farc. Y la meta de llegada no puede ser otra que la búsqueda de un país mejor, más incluyente, solidario, justo y equitativo. Tal es el contenido de lo que llamamos paz. Yo quiero mirar la paz no como un concepto, no como algo abstracto que me permite sentarme a esperar qué me llega de los inmensos cielos. No quiero una esperanza pasiva; asumo la esperanza como la posibilidad de abrir la puerta y atravesarla para construir, desde mi propio espacio, escenarios de convivencia y de respeto por los demás.
Quiero pensar que el próximo domingo, 2 de octubre, los ciudadanos saldremos a las calles y, en las urnas, meteremos nuestro ferviente deseo de apoderarnos de los departamentos, las ciudades, los municipios, las veredas… de todo el territorio nacional. Los ciudadanos tenemos que hacer lo que nos corresponde: ser partícipes de la consolidación y fortalecimiento de la democracia y de nuestras instituciones. Este país es nuestro, de cada uno de nosotros. Seamos responsables en esto. Este país no es de quienes firmaron el Acuerdo, o de quienes le apuestan al Sí o al No. Éste es el momento para que asumamos nuestra responsabilidad para con nosotros y las generaciones que vienen detrás. De lo contrario no podremos imaginar un nuevo país.
Desde el arco no se disparan las flechas hacia atrás; la paz no es hacia atrás. La paz, ese estado del alma, es el arco desde donde dispararemos las flechas de la concordia, de la amistad serena, del abrazo cálido, de la mirada tierna, de las manos tendidas para asir otras manos con las que moldeemos faros de luz que nos permitan hacer camino al andar, juntos, unos al lado de los otros. Algo así, como pensar que los que con tanta vehemencia defienden el Sí y el No, se necesitarán mutuamente para construir el gran espacio para todos, sin excepciones. Porque estos escenarios se construyen colectivamente. Lo dijo el expresidente J. Mujica hace poco en nuestro país: la causa de la paz puede equipararse a la causa del amor. Y eso es justamente lo que me parece que tenemos que demostrar el próximo domingo: amor, amor por este país, por nuestros vecinos, por nuestros compañeros de trabajo, por los que no están de acuerdo con nosotros, por los que están en la orilla opuesta del río de la vida. Amor y pensamiento es lo que necesitamos.
Avizoro que lo que se viene es más complejo y exigente. La senda por la que nos disponemos a caminar no está llana, lisa… por el contrario, creo que es un camino pedregoso, áspero, rústico. Las violencias que hemos sufrido nos han puesto al borde de lo que somos como humanos, una sima en donde cualquier atisbo de vida pierde sentido. Muchos lo han dicho mejor que yo: es fundamental arrebatarle la cotidianidad a la guerra.
Desde esta columna hago un llamado para que el 2 de octubre recuperemos el entusiasmo. Tengo confianza en que el domingo, en las urnas, renunciemos a las violencias como formas de venganzas. Es un imperativo pensar que otro país es posible; y no estoy hablando de un país y un territorio perfectos, en donde no pase nada. Me refiero a un territorio en donde aprendamos que somos porque los demás lo son.
La paz es el producto de una laboriosa y maravillosa construcción de los seres humanos, no es natural; depende exclusivamente de cada uno de nosotros, de nuestra voluntad; y, por obvias razones, no está exenta de altibajos graves o suaves, de recaídas…; pero justamente ahí es cuando más debemos estar para protegerla, como cuando cogemos a nuestros hijos e hijas de las manos para evitar que se hieran.
El domingo pondré mis manos para proteger lo que les pertenece a mis hijos.
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