Continúa sorprendiéndome que a estas alturas, nos sigamos preguntando si la decisión de acabar con el conflicto armado es la decisión correcta. Por supuesto que lo es. Son muchos los expertos que han expresado desde sus investigaciones, serias y rigurosas, los altos costos económicos y de vidas humanas que los ciudadanos hemos tenido que pagar por la guerra. El legado del dolor producto del ruido infernal que producen las armas no tiene ningún sentido. No es razonable prolongarla más. Son muchas las décadas en las que se ha plagado esta tierra nuestra de odios y miserias, para seguirla abonando con gritos que claman persistir en la guerra. Aquellos que descartan una salida política, conversada, del conflicto armado, parecieran no entender los costos reales que ésta genera.
Quienes sí queremos ponerle fin a este trago amargo que nos ha tocado tomar debemos exigir su fin. Urge silenciar las armas para el cambio. La pretensión de que debemos cambiar para lograr la paz es equivocada; por el contrario, requerimos la paz para cambiar. Como bien lo dijo Vera Grabe, esta semana en la Cátedra de la Paz, diseñada por el Departamento de Humanidades de la Universidad de Manizales, no creo que nos convenga seguir mirando desde la guerra y las violencias la paz, esto “impide la comprensión y la acción; desde la paz, es factible reconocer y superar las ideas fatalistas y deterministas de la historia”, con el propósito de hacernos responsables de nuestra propia historia y crear condiciones de posibilidades para transformar a este país tan nuestro, tan de todos.
Soy consciente de que pensar las violencias desde la paz no es una tarea fácil, sobre todo por la complejidad que las envuelve. Pero también sé que, por ejemplo, hay otra Colombia cuyos habitantes han establecido mecanismos de participación social que permiten visualizar salidas al conflicto armado. Hay una riqueza insospechada de argumentos expuestos que le han apostado a la paz, de los que el resto de los ciudadanos tenemos muchas lecciones qué aprender. Es una Colombia, por supuesto desconocida, que no aparece en los medios de comunicación a través de los cuales se escuchan gritos de guerra.
En estos territorios triunfan los medios pacíficos que crean una serie de imaginarios, reales y posibles, que le dan luz verde a una paz como posibilidad innegable; allí funcionan otras formas completamente legitimadas de construir democracia. Allí las conversaciones fundamentan las explicaciones de las violencias como respuestas desde lo pacífico materializado mediante participación social clara y contundente.
Quisiera pensar que en el resto del territorio colombiano los ciudadanos de 'a pie', dueños de nuestro propio destino, somos capaces de pensar en nuestros contextos históricos y darnos cuenta de que compartimos necesidades y miserias, alegrías y satisfacciones, para así concretar espacios pacíficos y desde aquí preguntarnos si las soluciones al conflicto armado, a las violencias, se pueden concretar desde las exclusiones y los odios escondidos. O será que es factible pensar en fortalecer escenarios de pensamiento y de participación política para reencontrar el sentido de lo que significa la democracia y un Estado Social de Derecho.
Tal es parte del rol que debemos jugar quienes estamos en la academia; reflexionar y comenzar a tejer una urdimbre con la que narrar un gran relato incluyente, solidario, justo y equitativo.
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