En la última columna abordé el tema de la corrupción y afirmé que "la corrupción continúa, desafortunadamente, ocupando un sitial preferente en la sociedad". En esta oportunidad, quiero insistir en el tema que bien podría ser lo opuesto: la legalidad. Y lo hago pensando en el horizonte de la industria cultural en donde se deben favorecer políticas públicas que promuevan actitudes y comportamientos que respeten, por un lado, la ley, y por el otro, las simples microrrelaciones entre los ciudadanos.
Respecto de ésta última, me parece fundamental considerar que todas nuestras actuaciones en la sociedad no deben afectar los derechos ajenos, esto implica que debemos pensar en la importancia de respetar el principio de lealtad y de buena fe entre los ciudadanos. Por esto, es necesario comprender que cuando se piensa en la legalidad, se tienen en cuenta las costumbres, es decir, las maneras como se han hecho las cosas durante mucho tiempo. Esta, digamos, naturalización de los comportamientos, lo que muestran son actuaciones calculadas, con intereses particulares, o que no se les ha reflexionado lo suficiente, o que por el solo hecho de que como a los demás les funciona ser así, pues a mí también.
Muchos dicen actuar en el marco de lo que prescribe la ética y los valores que de ésta se derivan: honestidad, sinceridad, honradez…, valores que podrían situarse a un lado del ordenamiento jurídico o, como lo dicen los expertos, fuera de la ley positiva. El peligro de esta forma de interpretación de los comportamientos cotidianos de los ciudadanos es que fácilmente se puede deslegitimar la norma legal; y, quiérase o no, los ciudadanos formamos parte de una sociedad que está reglamentada, organizada en un ámbito jurídico. Se presenta, en consecuencia, una muy fuerte tensión entre la Ley y aquellos valores extrajurídicos.
Para muchas personas lo legal debe estar supeditado a las convicciones morales de cada uno, a sus creencias y tradiciones. Y lo que se ha demostrado en la práctica, es decir, en la vida cotidiana, es que muchas veces cometemos actos de "buena fe", y ni siquiera nos damos cuenta (o decidimos jugar al avestruz, enterrando la cabeza en la tierra esperando que el peligro pase) y terminamos infringiendo la ley.
Por supuesto, las costumbres y las tradiciones de cada uno deben ser respetadas y no vulneradas; máxime porque, como lo decían nuestros abuelos, la costumbre hace ley. Pero también creo que si queremos construir un país en el que la inclusión y la solidaridad formen parte del horizonte cultural, es fundamental que nuestras visiones particulares del mundo estén condicionadas por la Ley. Ésta actitud, me parece, fundamental en la defensa de lo público: el territorio, el país, el Estado es de todos; por esto, todos tenemos el deber moral de protegerlo.
Lo legal, insisto en ello, es un principio constitucional que registra que los ciudadanos somos libres y tenemos derecho a hacer lo que queramos siempre y en todo momento en el marco de lo que es lícito; y los gobernantes, solo podrán hacer aquello que la Ley les permita. Tan simple como entender que hay tres elementos relevantes en esta relación ciudadanos-gobernantes (instituciones): transparencia política, legalidad y confianza. Y justo aquí, se me ocurre, que deberíamos pensar, con la rigurosidad académica que caracteriza a nuestras universidades, en que convendría volver a hacer estudios (pero permanentes) sobre la confianza que generan en Manizales y Caldas, nuestras instituciones de gobierno, las empresas, los gremios, y toda aquella organización que dice preocuparse por lo público; al igual que volver a preguntarnos qué actores o instituciones creemos violan la ley.
Si la memoria no me falla, hace unos 2413 años murió Sócrates. Un hombre cuyo nivel de conciencia le impidió hacer trampa para evitar el fallo legal que lo condenó a morir. Si algo aprendimos de él, esto nos haría preguntarnos hoy en día, ¿cómo es posible que sepamos tanto del mundo financiero y de todos los procesos de globalización, cómo nos levantamos cada mañana pensando en aumentar nuestros bienes materiales, pero al mismo tiempo sepamos tan poco de los deberes que tenemos para con los demás, de cuán poco sabemos lo que significa la lealtad, la justicia, la inclusión, la solidaridad?
Por supuesto, no busco dar lecciones de superioridad moral. Pero siento que tengo el deber de aprovechar este espacio para insistir no solo en la defensa de lo que es de todos, sin excepción, sino para estimular la cultura de la legalidad. Esta cultura no es otra cosa que el esfuerzo que todos debemos hacer por una autorregulación individual y colectiva, en aras de encontrar la convivencia social que proporciona una sociedad democrática.
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