Quizás sea válido decir que nuestro Nobel, Gabriel García Márquez, no se inventó nada. En el mismo sentido cabría pensar que ya Juan Rulfo, Miguel Ángel Asturias e, incluso, Héctor Rojas Erazo (un coterráneo de Gabo) se habían imaginado muchos macondos, antes de Gabo. Quizás se me permita aventurar que fue este país -y esta América Latina, tan nuestra, tan de todos- la que se inventó a Gabo. Nuestras realidades desterritorializadas, desarraigadas, desempleadas, insanas, mortales, analfabetas, inmisericordes, monstruosas les dieron vida a nuestros escritores para que se convirtieran en la conciencia de nuestros desastres, de lo que no somos capaces de hacer y no queremos hacer. Ellos con sus novelas y sus cuentos conjuraron el hechizo de ver entre tanta fealdad terrible y hasta ilógica, la belleza de la vida.
Y esto me parece que ha sido, desde hace mucho tiempo, el ejemplo que a la academia (sobre todo a la Educación Superior) le han dado aquellos que se dedican a la literatura y a las bellas artes; y es quizás lo que les falte a nuestras investigaciones científicas y académicas: construir un gran relato que nos permita desde, por ejemplo, la ficción, entender y comprender los conocimientos desarrollados en las prácticas por los movimientos sociales que se han gestado a lo largo de la historia de nuestra América Latina. Creo que debemos mirarlos con mucha mayor atención, y pensar con igual juicio las experiencias que se producen de movimientos como los que se dan en Colombia: de maestros, transportadores, trabajadoras sexuales, LGTB, de empleados de la justicia y de la salud, incluso de las recientes posturas de la Iglesia Católica de cerrar hospitales antes de aplicar la eutanasia… en fin; al igual que pensar también los movimientos que se dan en Porto Alegre, Manchester Este, Luton, Newcastle…
Nos urge pensar políticamente a los activistas sociales, tenerlos como punto central de nuestras teorías, pensarlos como legítimos generadores de nuevas formas de organización social, de propuestas innovadoras que irremediablemente surgen a través de ensayos y errores, de aprendizajes y des aprendizajes. De estos movimientos sociales emanan las posibilidades de entender la organización del conocimiento, al fin y al cabo, estas prácticas en las calles han terminado por cuestionar la misma definición de conocimiento, así como las pocas fuentes que se proporcionan para construir políticas públicas. Son muchos los movimientos sociales que han creado las condiciones, para citar un caso, de pensar el funcionamiento de los servicios públicos y de las políticas económicas que salen a la luz pública.
Insisto, entonces, en que tomemos como prioridad las prácticas sociales (quizás no haya mejor teoría que éstas). Nuestras conclusiones teóricas nos deberán permitir comprender un replanteamiento de la política, de las representaciones electorales, de quienes dedican su vida a gobernar, y de las ideas que se conciben de partidos y movimientos políticos, sin dejar de considerar las redes que se gestan en los sistemas democráticos. Con base en esto -lo he dicho en otras oportunidades-: lo imposible es urgente. Por eso reitero que es posible darle cabida a un mundo mejor, a partir de que abandonemos los prejuicios, acojamos las enseñanzas de las bellas artes, y de su mano nos dediquemos a estudiar los movimientos sociales, sin deslegitimarlos ni criminalizarlos.
Me parece fundamental mirar cómo millares de ciudadanos son capaces de demostrar que pensar en lo imposible es no solo urgente, sino indispensable para encontrar nuevas formas de participar en la construcción colectiva del destino de todos. Creo que las protestas dejan ver nuevas subjetividades políticas locales que bien pueden conectarse con subjetividades en otros puntos del planeta. Lo que sucede en Colombia no es tan ajeno de lo que pasa en Ucrania, en Sudán, o en Siria. Creo que bien lo ejemplifica el proverbio chino: "el aleteo de las alas de una mariposa se puede sentir al otro lado del mundo".
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