¿Qué preguntas, quizás elementales (pero no por eso, menos profundas), debemos asumir los ciudadanos para encontrar soluciones justas a problemas de convivencia? ¿Cómo nos gustaría que los demás nos trataran? ¿Cómo asumir las consecuencias de lo que pensamos, decimos y hacemos? ¿Cómo enfrentamos nuestros constantes conflictos para resolverlos, como lo pedía Estanislao Zuleta, "de manera productiva e inteligente"? Hablo de esos problemas que en el día a día se nos presentan, ni más ni menos. Pero también me refiero al hecho, por ejemplo, de que en este planeta por lo menos 2 mil 800 millones de personas viven bajo la línea de pobreza; y, como si fuera poco, cerca de 50 mil personas mueren diariamente por causas relacionadas con la pobreza. Y también recuerdo que la Organización Mundial de la Salud informó no hace muchos días que aproximadamente 18 millones de seres humanos mueren cada año de forma prematura por deficiencias médico sanitarias, de fácil solución y, además, que bien podrían ser evitadas considerando que la pobreza también puede ser evitada. Frente a este panorama, pregunto si es justo que esto pase, ¿de qué justicia estamos hablando, entonces?
El asunto aquí, entonces, es que las situaciones de pobreza extrema que existen en estos países nuestros son un asunto de justicia económica planetaria. Ni más ni menos. Es cierto que estoy hablando de dos escenarios de justicia: uno, muy doméstico; y otro, muy global. Habrá ciertamente aquellos que, en este último escenario, argumenten que no es posible que los demás países tengan la obligación de salvaguardar o garantizar deberes igualitarios de justicia o asegurar condiciones socio-económicas de los demás ciudadanos, salvo para los suyos. Y, por lo tanto, a la comunidad internacional, solo le asiste la función de preservar la paz e imponer los derechos humanos en el planeta. Les preguntaría, por lo tanto, si no es posible articular este loable deseo de vigilar y prevenir violaciones producto de las guerras, limpiezas étnicas o genocidios, con una política pública que salvaguarde los conflictos originados por situaciones económicas de los ciudadanos que viven en países distintos. Desde mi prejuicio creo que sí. Sostengo esta afirmación pensando en las infinitas situaciones provocadas por los países más desarrollados que terminan implementando políticas que influyen en otros países e incrementan los niveles de desigualdad, pobreza, racismo… Las grandes multinacionales se benefician a costa de los ciudadanos que viven en condiciones de miseria (y no tengo que poner ejemplos, porque los hay por cantidades). En estas circunstancias ¿es justo que millares de ciudadanos vivan en las peores condiciones? Lo que digo es que los dos escenarios dependen el uno del otro irremediablemente.
Si bien es cierto que debemos -y podemos- reclamarles a los países más ricos, el cumplimiento de generar condiciones para tener una vida digna, los ciudadanos de ‘a pie’, nos debemos -y podemos- reclamarnos el cumplimiento de ser justos, incluyentes, respetuosos, leales, honestos… entre nosotros. Estoy convencido (lo he dicho muchísimas veces), de que en el escenario doméstico existe una condición de responsabilidad simple del ejercicio de cómo nos comportamos como ciudadanos. La mayoría de edad -de la que habla el filósofo Kant- consiste en que cada uno de nosotros en nuestro sencillo ejercicio de ciudadanía aprenda a enfrentar problemas de inseguridad, de desconfianza, de indiferencia, de injusticias cotidianas. Nosotros, cada uno, somos autores de nuestro destino. No nos lo hacen. No está trazado. Lo hacemos. Lo caminamos. Y lo volvemos a hacer.
Me parece que debemos entender que la corrupción en todos los niveles, en este país, sigue imperando, porque quienes violan la Ley saben de sus beneficios y de no tener que cargar con los costos del castigo. Por eso, incluso, terminan yéndose del país. Sí creo que hay muchas situaciones que demuestran la ineficiencia de la justicia, la misma que en muchas ocasiones termina aliada con estructuras armadas asociadas con el narcotráfico, lo cual contribuye a la consolidación de los fenómenos de las violencias. Por esto entiendo que muchos ciudadanos hayan tomado distancia de la mayoría de las instituciones; sienten que en éstas existe un vacío moral y una carencia de cultura política. Siente, sentimos, que con la corrupción no pasa nada, pero tampoco hacemos nada por cambiar nuestros comportamientos cotidianos. Sé que no es fácil cambiarlos cuando ya estamos tan acostumbrados a ver cómo la corrupción camina tranquilamente por las calles. La pregunta, entonces, sería ¿le damos la mano y seguimos comportándonos como si lo que pasara en nuestro barrio, en nuestra ciudad, en nuestro país, en esta América Latina, no tiene nada que ver con nosotros? Yo creo que no es conveniente seguir por este camino. De mi parte, no le doy la mano. ¿Y usted?
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