Se apropió Gabriel García Márquez –y lo dijo, claro- de una sentencia de Bernard Shaw, quien decía con cierta e irónica vehemencia: "Desde muy niño tuve que interrumpir mi educación para ir a la escuela". Con toda seguridad nuestro Nobel de literatura no actuaba en contra de la educación formal, sino en como él mismo lo pregonaba, en "una educación (…) que integre las ciencias y las artes a la canasta familiar (…) y no seguir amándolas por separado como a dos hermanas enemigas".
Esto a propósito de una lectura (relectura, sería el término más apropiado) colectiva que hicimos en un escenario al aire libre en la Universidad de Manizales, sobre la obra Cien años de soledad, como una especie de no olvido del hijo de Aracataca.
Uno bien podría decir que la inmensa y contundente producción intelectual de Gabriel G. M. recorre las calles del planeta como si fuera un fantasma de pedagogía invisible; una pedagogía que atraviesa los cuerpos de los caminantes no distraídos y los pone a pensar sobre las invenciones del mundo; así como pensaba José Arcadio Buendía de aquellos gitanos nuevos que en un abrir y cerrar de ojos transformaron la aldea a partir de sus bellos cuerpos "de piel aceitada y manos inteligentes"; seres que llevaron a las calles de Macondo una "gallina que ponía un centenar de huevos de oro al son de la pandereta, y el mono amaestrado que adivinaba el pensamiento, y la máquina múltiple que servía al mismo tiempo para pegar botones y bajar la fiebre, y el aparato para olvidar los malos recuerdos…".
Quizás si quienes profesamos el noble oficio de la docencia, pensáramos con mayor juicio en que justo ahí mismo al lado de las aulas de clase, se dan ferias multitudinarias que bien podrían servirnos para hablar de geografía, y de política, y de moral, y historia, y de matemáticas, y de ingeniería, y de derecho, y de psicología, y de… Y que quizás la idea no sea recitar textos, y autores y códigos, sino conversar con los niños, con los jóvenes, con los adultos.
Se me antoja pensar en un currículo o microcurrículo, o programa de asignatura, o como le queramos llamar, denominado Conversación sobre la vida de las mujeres desplazadas por las violencias; y que tenga unidades temáticas, como las siguientes: Módulo I: Primera conversación con las mujeres; Módulo II: Segunda conversación con los hijos de estas mujeres; Módulo III: escritura sobre lo conversado en los dos primeros módulos; Módulo IV: Socialización de la escritura de la unidad anterior. En fin… Me imagino, para decirlo en términos más ampulosos: acciones vinculantes de los famosos textos y sus autores con lo que está pasando en las calles en donde las personas se juegan su vida al mejor postor.
No sé, mucho más que la feria mediática que estamos "sufriendo" para rendirle todos los merecidos homenajes a una de nuestras mayores glorias a partir de textos que, de alguna manera, no fueron leídos cuando él estaba vivo, quizás debiéramos preocuparnos desde las academias por imaginarnos mil formas para mirar cómo podemos hacer -lo dije en mi columna pasada- para volver la paz una costumbre y promocionar hábitos saludables.
La ilustración, todo ese vasto mundo de conocimientos que están en las cabezas de nuestros profesores, debe servirnos para conversar sobre la vida. Me parece que debemos provocar conversaciones inquietantes, que nos incomoden, que nos alienten a buscar sin descanso mil maneras de resolver nuestros cotidianos conflictos estando con los otros; interesándonos en lo que les pasa, en sus penas y sus alegrías; en sus esperanzas y en sus conquistas.
Quizás nuestras academias deban ser visitadas por esos gitanos que poblaron las calles y las vidas de los habitantes de Macondo, quienes se sintieron perdidos en su propio pueblo. Quizás estamos muy cómodos diciendo en las clases lo que a nadie le interesa. Esto es una realidad sobrecogedora. La educación debiera ser, como creo que se lo soñaba nuestro autor de cabecera actual, una gran fábula que nos permita emprender el camino para tener "una segunda oportunidad sobre la tierra.
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