Esta frase fue acuñada para despertar entre los manizaleños el sentido de pertenencia por su tierra. Se expresa con alegría para exteriorizar ese cariño que se le tiene a un espacio geográfico donde una raza formada en valores hace realidad sus sueños. Decir Mi Manizales del alma es como querer gritar, para que todos se enteren, que en el corazón late un sentimiento de amor hacia una ciudad que nos acoge con sus puertas abiertas, que nos brinda la pureza de su aire para respirarlo con pasión, que nos baña cada mañana con ese viento frío que baja desde el Nevado del Ruiz. A Manizales la llevamos adherida al alma porque representa todo lo bueno de una raza. Hombres que calzaban alpargatas, con un carriel de nutria al hombro, hicieron realidad este milagro de ciudad.
Mi Manizales del alma es una expresión popular que brota del corazón para cantar la grandeza de una raza que descuajó montañas para fundar pueblos. Con esta frase de cuatro palabras sencillas, que ni siquiera tiene encanto poético, se quiere rescatar el orgullo de una
estirpe. En dieciocho letras está expresado el enamoramiento de su gente por lo que la ciudad representa en sus vidas. Los caldenses hemos tenido la osadía para levantar sobre lomas empinadas una ciudad que se resiste a quedarse atrás en el camino del desarrollo urbanístico, que no se deja doblegar por su geografía quebrada, que se sobrepone con imaginación a la crisis cafetera, que supera con voluntad los embates de la naturaleza. Ese esfuerzo es expresión de amor por la tierra nutricia.
Nadie más orgulloso que el manizaleño por el espacio de su infancia. Cuando emigran en busca de nuevos horizontes, llevan cincelado en el corazón el paisaje de su tierra. El recuerdo de las calles por donde en la niñez caminaron de la mano del abuelo, el sabor a melocotón de ese primer beso que se le dio en el portón de la casa a la novia de la infancia, el murmullo de la escuela donde aprendió las primeras letras, el sonido de las campanas de la catedral convocando a misa son hechos que el manizaleño evoca cuando grita apasionado: “¡Mi
Manizales del alma!”. En esta frase mágica sintetiza esa nostalgia de no estar entre los suyos, ese dolor de saber que se encuentra lejos del terruño amado, esa alegría de recordar a los amigos que compartieron sus sueños en la edad temprana.
Manizales tiene un encanto extraño. Quien llega a conocer la ciudad, se enamora de sus atardeceres espléndidos, de su topografía caprichosa, de sus noches con olor a jazmín, de sus mujeres hermosas. Los turistas recorren asombrados la carrera 23. Y se sorprenden de ver cómo sobre el filo de unas lomas se levantan construcciones modernas. Miran al cielo, y descubren esos copos de nieve en que se convierten las nubes viajeras en las mañanas grises. Observan, desde lejos, la montaña blanca del Nevado del Ruiz, y expresan admiración por esa fumarola de ceniza que sale del pico del volcán como engalanando el paisaje. Y cuando pasean la mirada por los cinturones de miseria se sorprenden al ver esas casitas de guadua agarradas a la ladera, como desafiando la naturaleza.
Esta es mi Manizales del alma. Una ciudad que, como el ave Fénix de la mitología griega, se levantó de las cenizas cuando en los años veinte tres incendios destruyeron su zona central.
Una ciudad que surgió gracias al cultivo del café, como expresión de la fuerza de una raza que se sobrepuso a las dificultades topográficas para crear un espacio geográfico propicio a las manifestaciones del espíritu. Una ciudad cuna de hombres visionarios que sometieron su arisca geografía para crear un espacio idílico en medio de las montañas, haciendo realidad sus sueños de construir un remanso de paz sobre unas laderas que no ofrecían posibilidades urbanísticas. Como dice por ahí una propaganda, Manizales es el fruto del desafío de una raza.
Con la frase Mi Manizales del alma se quiso despertar el sentido de pertenencia por una tierra que nos ha entregado lo mejor. Es la frase que repiten a diario los manizaleños residentes en el exterior cuando ven en las pantallas del televisor una imagen de la ciudad que los llena de orgullo. Es la expresión de un sentimiento que brota cuando, en reuniones familiares, suena el pasodoble Feria de Manizales, trayéndoles de inmediato a la memoria las caminadas que hacían por Chipre, o las tardes que se teñían de rojo en la Plaza de Toros, o los recorridos por la Avenida Santander en un bus de Socobuses. Esas son nostalgias que rumian en su soledad los hijos ausentes cuando gritan alegres: “Mi Manizales del alma”. Ahí está expresada la nostalgia de sentirse lejos de la tierra amada.
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