La mala conducta de quienes son servidores públicos se volvió recurrente en Colombia y es alarmante su generalización. No son casos de excepción sino prácticas cotidianas en las entidades oficiales. El abuso de poder, como expresión de la rampante corrupción, es una constante, con oficiantes que desafían el ordenamiento legal para imponer sus intereses y alcanzar la consolidación de sus actos ilícitos.
El inventario de ese resquebrajamiento es bien surtido en el país. Las constantes denuncias ponen en evidencia la falta de pudor de quienes tienen la responsabilidad del manejo de las entidades de gobierno. Allí están los expedientes sobre desatinos en las altas cortes y en otras agencias del Estado. El ejercicio de la política se convirtió en un surtidor de vicios corrosivos. El afán de enriquecimiento estrangula todos los controles y promueve vínculos de complicidad para facilitar el asalto a los presupuestos, con el consiguiente cambio de destinación, en detrimento de las soluciones de los más agobiantes problemas sociales. La justicia también está tocada por esa crisis, lo cual favorece a quienes son protagonistas de faltas graves.
Además, para que todo siga igual la provisión de los cargos oficiales no siempre se hace por méritos sino atendiendo a determinadas presiones. Las elecciones, que debieran fortalecer la democracia, tienen el resultado determinado por la capacidad económica de los candidatos o de sus patrocinadores. Los altos costos de las campañas, por la compra de votos y otras formas de constreñimiento al elector, distorsionan el derecho de los ciudadanos en la elección de sus gobernantes y en tales condiciones todo se convierte en farsa. El poder popular pierde así su esencia y la democracia se refunde.
Los elegidos y recién posesionados en Colombia para un nuevo período de gobiernos municipales y departamentales debieran generar posibilidades de cambio. Podrían ser protagonistas de administraciones orientadas a la ejecución de políticas capaces de erradicar abusos y corruptelas. Pero hay señales en algunos que desalientan esa posibilidad por los amarres que los hace dependientes de patrones inescrupulosos.
Pueda ser que en esos casos negativos se prenda la chispa de la lucidez y haya decisión de asumir los retos prioritarios para Colombia, desde las regiones. Es la construcción de la paz y el desarrollo de la democracia.
Es el salto inaplazable. Y hay que hacerlo contra todo el entramado de las prácticas políticas viciadas. Hay que aplicar el reflector de la ética. Hay que ganarle la partida a la desfachatez que se convirtió en escudo de algunos servidores y dirigentes con espacios de poder.
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