Los miembros de esta tribu urbana llegan a los supermercados y muy orondos cogen las revistas recién salidas del horno, se aplastan en la cafetería y a leer gratis.
Crece la audiencia de estos pechugones. No les da ni pena. Se enorgullecen de ser tan listos. Nadie les pregunta por qué lo hacen, pero tienen la respuesta en la punta de la lengua por si alguien se atreve a cuestionarlos.
En caso de ser confrontados, alegarán que en los supermercados les arrancan esta vida y la otra por los productos adquiridos. Asumen la lectura de gorra como una lógica y justa indemnización.
En su intimidad, para espantar posibles escrúpulos, juran que cuentan con la complicidad silenciosa de los gerentes o administradores que se hacen los de la vista gorda.
Poco les importa que los empresarios periodísticos vendan menos. No es su problema. Si en internet encuentran gratis todo lo que desean, ¿en los grandes almacenes por qué no?
El procedimiento utilizado por estos especímenes es el mismo aquí y en Cafarnaún: Tan pronto llegan agarran las publicaciones que despacharán según sus intereses, y a saciar la sed de información gratuita que padece el “bobo sapiens”.
Los especialistas en la lectura de gorra en los supermercados sugieren llevar galletas, restos del almuerzo o despojos de algún sánduche casero para acompañar la velada. La letra con hambre no entra.
Para no compartir la mesa ponen los pies en la silla de adelante. Eso mejora la calidad de la lectura, desestresa y espanta acompañantes sin pedigrí. Salvo que las medidas de la hembra sean 90-60-90.
Para despistar, compran un tinto pequeño con vocación de eternidad, exigen la cuota de azúcar o endulzante que impone la diabetes, y los que se sientan a ponerse al día.
Porque el mundo es otro a cada instante. Desde que Trump asumió en gringolandia, en un trino puede cambiar el curso de la historia. Ignoramos el país que heredaremos dentro de sesenta segundos. Vivimos tan rápido que primero nos enteramos de los hechos. Estos sucederán después.
Los he visto mirando a todos lados antes de arrancar las páginas de un artículo que les interesó.
Otros han llegado a tal grado de virtuosismo que saben a qué hora del sábado o domingo llegan las publicaciones nuevas. Se han hecho amigos del distribuidor, lo conocen por su alias. Le preguntan cómo andan todos en casa, incluido el gato.
Los timoratos que conservan algún grado de pudor prefieren (mejor dicho, preferimos) ocupar la mesa en la que un lector satisfecho dejó abandonadas, desguasadas, las revistas.
Toca reconocer que estos lectores tienen su ética: Por lo menos no se llevan las revistas. Tampoco han empezado a llevarse que un huevo, que chocolate, que leche. Vamos por partes.
Algo insólito: Los devoradores de impresos, llamémoslos “lectófagos” mientras el diccionario bautiza esta fauna, respetan (respetamos) los periódicos.
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