Apoltronado en una silla de peluquería de 130 años, le pregunté al veterano que podaba las pocas mechas que me guardan canina fidelidad, si no figura en su agenda silenciar la tijera.
La respuesta demoró lo que tarda en persignarse un cura ñato: “No, porque la peluquería me hace feliz”.
Realiza su labor de lavado, polichada y pintura del cráneo ajeno con tanta alegría que cobra por inercia, por no dejar. Es más, no tenía ni veniales de que su gremio celebra hoy su día clásico. No espera felicitaciones (regalos sí). Se contenta con hacer bien su destino. Prefiere la acción, la tertulia ilustrada. El reposo que espere.
De pronto reencarna en historiador, humorista, conversador de élite, sicólogo, politólogo... y explica que prefiere escapar a la dictadura de tres muebles que rigen la cotidianidad del pensionado: la cama, la mesa de comedor y la sala.
No lo rebatí porque en ese momento entraba en acción la barbera. Y un hombre con un juguete de esos en la mano siempre tiene la razón.
Si “nunca cambian de canción los pájaros”, como en el poema de Rogelio Echavarría, tampoco el clic de la tijera ha cambiado desde que la inventaron.
Incluida la tijera de Jorge Hernández, de Arbeláez, Cundinamarca, quien ejerce su apostolado capilar cerca de Unicentro, en Bogotá.
La invención de la tijera le lleva un mes a cualquier solar de Envigado. En la tumba del rey Tutankamon encontraron una. La vanidad masculina no se inventó esta mañana.
Ha caído mucho cabello al suelo desde Tutankamon hasta la silla de barbero que Hernández recibió en pago por unas esquivas cesantías. Es marca Koken y vino a lomo de mula desde San Luis, Missouri.
Mi fugaz fígaro me encimó un dato que tomó de un cliente que lo visita 2 veces por semana y conoce la Biblia de pe a pa.
El dato tiene que ver con el primer peluquero. Por la historia sagrada de Bruño uno asumiría que fue Dalila, la traga maluca de Sansón. Pues no, según Jueces (16:19) Dalila simplemente hizo dormir a Sansón sobre sus rodillas. Algo le dio. O le dijo. Llamaron por señales de humo -antecedente de internet- a un colega de Hernández quien “rapó las siete guedejas” de Sansón, y adiós fuerza.
Como no soy escaparate de nadie, revelo la fuente de Fernández. Se trata de Darío Silva, pontífice máximo de Casa Roca, a quien Jorge peluquea desde que era pobre, o sea, periodista. O ateo. O turbayista. O todas las anteriores.
Por la tenebrosa barbera de Jorge ha pasado la cerviz de los tres poderes. Al azar menciona la del expresidente Álvaro Uribe, quien lo frecuentaba en sus tiempos de candidato.
Sospecho que a Jorge le encantaría sentar en la jurásica Koken a la cúpula de “lafar” cuando hagamos (¿¡) la paz.
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