Fue un rebelde con y sin causa. Vivió su vida, no permitió que se la vivieran. Fue máster en soledades, generosidad, ajedrez, bohemia, lecturas, viajes, tangos, parques. Rabiosamente independiente, tenía la calle por hábitat. Sus colegas le preguntaron adonde le podían enviar correspondencia. Respuesta: "Envíamela a Óscar Castro, el mundo". La correspondencia se le debe enviar ahora a: Óscar Humberto Castro Rojas, lote 17, tumba 524-1, Campos de Paz, Medellín.
Andaba ligero de equipaje. Cero maletas. "Para eso están los almacenes", alegaba. Una vez llegó a Nueva York, cuenta Emilio Caro. Lo acompañaba un libro. Nada de ropa. Un hombre así es sospechoso de todo. Casi le niegan la entrada.
Está en el podio de los mejores al lado de Cuartas, Sánchez, Cuéllar, García, Zapata, Boris de Greiff, quien lo apodaba el Mulato, para mencionar solo la vieja guardia. "Para mí fue el mejor", comentó Javier Henao Hidrón, ducho en escaques.
Castro, el misterioso, dormía en los parques. Insólita forma de disfrutar la libertad que se regaló. Una anécdota ilustra esa devoción. En Viena, la policía lo sorprendió en plena faena onírica en un parque.
Le pidieron papeles. Confirmados los datos, le dijeron que podía retomar el sueño donde lo había dejado. Pero en el hotel. Óscar Humberto, 1953, cinco veces campeón nacional, en su inglés de ajedrecista y derrochando migajas de alemán, imploró que lo dejaran dormir allí. Aunque Strauss no lo crea, la policía accedió.
No era raro verlo dormir en el Parque de los periodistas, epicentro de la bohemia de Medellín. Hace poco en una banca de parque, en la Avenida la Playa, Castro se fue volviendo eternidad. Murió en su ley, de vida, bohemia, talento, informalidad, excentricidad.
En la sala de velación Villanueva llovieron hermanos como orquídeas. Seguramente no los conocía. Había partido cobijas con su árbol genealógico. Norbey Rodríguez, Roberto Vélez, el Señor, según Castro, y otros trebejistas de la liga, lo despidieron jugando. Desde el más allá, Castro los habría podido derrotar en unas simultáneas.
Como había pulverizado a figuras como el excampeón mundial Petrosian, Geller, Sigurjonsson. Las partidas que les ganó -el tío Google se las regala- son tan bellas que provoca darles un tardío pésame. O felicitarlos. Hay derrotas que mejoran currículos.
No le importaba ganar sino jugar hermosas y contundentes partidas. Allí estaba la ética y estética de Castro, el ajedrecista cuyo comportamiento recuerda el de Bobby Fischer. En su forma de ejercer el ajedrez hay belleza, talento, arrojo, audacia, originalidad, estudio, rebeldía. Daban ganas de sacar a bailar a la dama de su ajedrez. Se graduó como mecenas de vagabundos. Ejemplo: Un colega suyo español contó que de regreso al hotel, encontró a un hombre que dormía en la calle en pleno invierno madrileño. Se quitó su chaqueta y lo cubrió con ella. Le advirtieron que en uno de los bolsillos estaba la plata del premio. "¿Se imaginan su alegría cuando descubra el dinero?". Daba de lo que tenía y de lo que le
hacía falta.
Luis Alberto Palinuro Arango, su amigo, sintetiza: "Un generoso, en eso era inmensamente rico. Lo era a manos llenas, con todo lo que recibía, y así esperaba que fuera el prójimo".
Leontxo García, de El País de Madrid, quien lo paladeó, dijo de Castro que fue "un genio que no quiso ejercer como tal".
En Manizales tenía su club de fans. "Era el hombre más libre que conocí en mi vida", resumió Luis H. Aristizábal. Que de Caissa goces, insólito tocayo.
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