Óscar Domínguez G. u www.oscardominguezgiraldo.com
Me alegró hasta la lágrima leer en un periódico el elogio de las proletarias migas. Las consumo desde que ejercía como aristócrata de gallinero en los cinemas paradiso de mi barrio. Me saben tan rico esas migas como el huevo entero que nos daban solo el día del cumpleaños. O las patas de la gallina que consumíamos en las dietas anuales de mamá Geno.
La jurásica receta de las migas de Doña Genoveva Giraldo de Domínguez, mi madre, cabe en un "cuasisemiexsuspiro" de servilleta: arepas más bien dejadas del tren, como las solteras prolongadas, huevo y cebolla. Dios ponía la materia prima y las Empresas Públicas el fuego. Nosotros poníamos el principal ingrediente, las ganas. En esta debilidad nos acompaña Doña Lina Moreno de Uribe, exprimera dama.
Las migas les hacen compañía a otros platos a los que les guardo fidelidad canina: arroz con huevo, huevo con arroz, carne en polvo con su majestad el arroz.
Podría vivir sin el olvido, pero la vida sin arroz no es viable. Sin arroz no hay paraíso. Además, con arroz tienes medio almuerzo. O comida.
Eso sí, nadie podrá preparar el arroz masacotudo que hacía en su casona de Santa Bárbara mamá Amalita, mi abuela, jericoana como Santa Laura. Cuando tengo tusa existencial o la alhacena está desolada al final de la quincena cuando en casa no hay con qué envenenar una cucaracha, me basta evocar la abundante mesa de mi abuela a las cinco de la tarde. Volví a ver esa mesa en la película holandesa Antonia, pero sin el crédito respectivo.
De pronto, por azar, en alguna cocina ajena el arroz queda masacotudo, como el de la abuela. La cocinera pide disculpas, "se le pianta un lagrimón", le provoca asilarse en Venezuela. Casi se vuelve uribista. O santista. Y yo feliz.
De muchos aguaceros data mi devoción sin arrugas por la papa rellena aunque suelen preparar inmensas. Las mejores son pequeñas como suspiro de monja de clausura, manejables, suculentas como la segunda Miss Universo, caribe como una butifarra de Soledad, Atlántico, y quien por fin se quitó de encima al lagarto, perdón, al millonario Donald Trump. Si en el restaurante le sirven muchas, se engulle usted algunas y se lleva el resto pa’l perrito. (Generalmente, el perrito es uno al desayuno).
Entrado en gastos, mencionaré las colaciones de Támesis, Antioquia, versión criolla de las magdalenas de Proust. Si está de buenas, las consigue en una buena pastelería francesa. O se la puede encargar a algún amigo que tenga en París.
Es inexplicable, como el misterio de la Trinidad, cómo no detestamos los frisoles si nos los servían de vez en cuando todos los días. Debe ser porque la nostalgia entra por el buche. Y la nostalgia es la segunda primera infancia.
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