La lora Roberta habla hasta por las plumas. Como creció con los niños de la finca de occidente donde ejerce, aprendió a imitar su risa. Y como los niños también lloran, Roberta no se queda atrás.
Vive en un eterno y bullicioso domingo. Es políglota a su manera: A veces tiene voz de hombre, otras de mujer. Son las voces que escuchó desde que se desconoce. Convirtió a sus amos en una especie de telepronter: los ve, y se larga a hablar.
Habla por ella y por Roberto, con quien hace vida marital. Pero su pareja, convertida en su antípoda, decidió no desatar palabra a pesar de que los dueños le gastaron academia para loros en Medellín.
Tal vez leyó en una vieja revista de peluquería que Gandhi callaba los lunes para liberar estrés y trabajar libre de lagartos, y decidió convertir su vida en un lunes perpetuo.
A Roberto lo volvieron a traer a la finca para ver si aprendía a hablar al lado de su costilla, pero el loro, convertido en un silencio con plumas, decidió que su mundo es el silencio que es más elocuente que un policía acostado.
Roberta parece educada por monjitas porque no dice palabras feas por más que trataron de enseñarle a decir "la grande".
Como los loros tienen lengua de gato, Roberta solo admite chocolate tibio con pan, y en la tarde arroz, mucha fruta … y escuchar toda clase de voces grabadas para mejorar su rendimiento. Es la ética de su condición de loro. O lora, para utilizar el lenguaje incluyente de las feministas.
De noche, a los loros, como a los corruptos con suerte, les dan una jaula por cárcel para evitar que el gato del vecindario se los engulla. El felino dio buena cuenta de otro loro, Epaminondas -su verdadero nombre ha sido cambiado por respeto a su memoria- que prometía mucho en el campo del blablabla.
Hablaba más que Timochenko, el lenguaraz de las Farc, pero al gato eso le importó un comino y se lo almorzó.
Le presenté los loros a mi nieta Sofía. La pequeña mostró el mismo asombro del coronel Aureliano Buendía cuando conoció el hielo. Parecía encantada de que voces como la de su abuelo salieran detrás de un mundo de plumas. Desde entonces me dice "Obeta".
Luce una virtud adicional nuestro bípedo implume: tiene complejo de gallo. A las siete en punto, ni un segundo antes, empieza a hablar. Cuando se les atrasa el reloj a sus mascotas, sus amos, lo ponen con el de ella y se ahorran relojero.
El suyo parece un matrimonio feliz. Al menos cumple con un presupuesto elemental para que haya paz conyugal: que una de las partes guarde absoluto, sepulcral, silencio en las peloteras.
Los dueños del insólito dueto están pensando cobrar por escucharla. Y, obviamente, por oír callar a Roberto.
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