Óscar Domínguez Giraldo
Estamos hechos de muchas primeras veces. Empezando por el primer amor que suele ser el primer desamor. La niña de nuestros insomnios nunca se enterará de que es amada furiosamente desde la sombra.
Por primera vez me reconozco habitante de este mundo en la huerta de mi casa en Versalles. Miro a los ojos a un espantapájaros. Primer falso positivo porque los espantapájaros no ven. Sin su consentimiento, están hechos para asustar aves cuando lo cierto es que les gustaría tener amores con ellas.
Vendrá el primer día de colegio, su majestad el “bullyng”, el misterio de juntar vocales y consonantes para dibujar la primera palabra con letra nerviosa, de voyerista.
Recuerdo mi primer sueldo (ochocientos pesos mensuales) que alcanzaba hasta para quebrantar el sexto mandamiento. Que no falte el primer titiritero, el primer viaje en tren.
Pero mejor aterrizo. Por primera me sucede que en pleno vuelo nos informan que el aeropuerto Olaya Herrera, de Medellín, está cerrado por “dispersión de aves”. Mientras abre, le daremos la vuelta a la manzana del infinito.
El anuncio del cierre dispara las alarmas. Recuerdo que Gardel murió en un accidente aéreo en tierra. ¿Me copiaré de Carlitos? ¿Mi capitán Germán Almonacid sabe cuánta gasolina tenemos?
Los pasajeros del Satena nos sospechamos de reojo. Empezamos a buscar en los ojos de Marcelita Argote, nuestra azafata, información privilegiada. Su sonrisa profesional, evasiva, no suelta prenda. En tierra soy optimista sin remedio. Arriba soy antípoda de mí mismo.
Cobarde de profesión, este pecho vuelve a creer en Dios. Nadie es ateo cuando hay peligro, verdadero o falso. Prometo ir a Girardota caminando en las pestañas a pagar robusta promesa ante el Señor Caído. Decido ser mejor, no espiar más por el ojo de la cerradura, no volver a utilizar la vapuleada palabra “tema”. Repito la retahíla de promesas incumplidas en otras ocasiones.
El aviso del cierre del Olaya me interrumpe la lectura del diario íntimo de Woody Allen “que se publicará póstumamente o después de su muerte, lo que suceda primero”. Usted perdone, señor Allen ¿pero cómo sonreír en semejantes circunstancias? Un segundo en el cielo en un avión pusilánime que les teme a las aves vale por dos eternidades. (Me alegra pensar que son aves, no vacas o burros, como sucede en otros aeropuertos).
Dando vueltas, me siento en mi propio funeral. Descubro que no di para noticia en página interior del periódico. Cero lágrimas. Desnutrida asistencia.
Una voz varonil nos devuelve a la vida: Vamos a aterrizar. Recupero la sonrisa, regreso a mi escepticismo. En tierra vuelvo a ser el sujeto audaz, fuerte, inmortal, inconoclasta. “Garufa Domínguez, sos un caso perdido”, como dice el tango.
Un maletero me saca de la ignorancia: Cuando los pájaros se toman la pista hay que espantarlos. El frágil turbohélice se puede atragantar con un mínimo colibrí, y a cargar gladiolos. El manual ordena disparos al aire para sacarlos corriendo. También los ahuyentan con un pájaro robot.
Después de visitar el monumento a Gardel en el aeropuerto, por primera vez regreso a mi cambuche con la idea de proponer que para espantar los pájaros del Olaya les lean mis columnas. Es mi agradecimiento por sentirme vivo, como cuando descubrí el espantapájaros.
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