No es por contar plata delante de los pobres pero sobreviví a una semana sin internet. Nada de noticias; dieta total de correos electrónicos.
Las noticias trataban de meterse por debajo de la puerta. Las tenía que sacar a las reverendas patadas. Si el mundo se hubiera acabado no me habría dado cuenta.
Esa gloriosa semana el hombre siguió pateando la lonchera de la vida. El inameno pato Donald Trump, a punta de trinos, se mantuvo en su idea de hacer del mundo un lugar menos amable.
Y este pecho desentendido, oyendo el trinar de los pájaros que no se sientan a esperar aplausos.
La época que vivimos nos impone estar informados al segundo. Llegará el momento en que primero se conocerán las noticias: los hechos vendrán a corroborarlas.
A veces pienso que fui Cristóbal Colón en anterior encarnación porque rebajo kilos y colesterol al recordar que la chiva del descubrimiento se conoció en España seis meses después.
Envidio a los colegas evangelistas, reporteros de la época, que nunca padecieron la presión de cubrir la travesía de Jesús. No conocieron la dictadura del cierre de la hojita parroquial.
En esos días de abstinencia internética la nuca que me sigue a todas partes, recuperó su posición original. Lo digo como activista de la generación siempre inclinada sobre una pantalla.
El futuro les sonríe a los médicos duchos en desviaciones del pescuezo y en curar el estrés de pulgares que hacían plácido turismo en las manos.
Esos pulgares que me siguen como disciplinadas mascotas se dieron su merecido sabático. Nada de estar revisando y enviando correos inútiles como el bolsillo de la piyama.
Según los textos de anatomía los pulgares fueron hechos para otros menesteres. Como dar las gracias levantándolos si un vehículo tiene la coquetería de no volvernos puré de eternidad cuando nos engullimos el semáforo.
Rica patria boba anímica la que se vive a años luz de las noticias. Pero lo bueno no dura. Y tocó regresar a las distintas formas de lucha. O de locha, en el caso de quienes no trituramos horarios convencionales.
Me reincorporé al bullicio citadino el primer martes del año. Ese día el periódico pasó silbando, veloz, por debajo de la puerta del apartamento. Cabía haciendo carrizo.
Lentamente me he ido atragantando de cemento. Y de cotidianidad, expresada en información de todos los pelambres. Y en correos electrónicos, una de las siete plagas de Egipto modernas.
La octava es el wasap al que he logrado escapar pese a las críticas venidas de todas partes. Es lo único sensato que he hecho en defensa de las migajas de intimidad que me quedan. Gandhi guardaba silencio los lunes. En esta época habría renunciado a internet. Este es uno de los “jijuemil” propósitos que procuraré cumplir en 2017. Eso sí, que no se me cumplan todos. La vida sería muy jarta.
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