El consumo de alcohol viene prácticamente desde el origen de la civilización humana, desde la aparición de la agricultura. La primera cerveza puede haber sido bebida hace diez mil años y el primer vino hace siete mil. Chinos, egipcios, griegos, romanos y pueblos del medio oriente usaron el alcohol de manera amplia, y son recurrentes las historias bíblicas que involucran el vino y sus efectos. Para la Edad Media, diversas comunidades religiosas fermentaban y destilaban meticulosamente vinos y licores. Y desde hace varios siglos el consumo de alcohol se ha convertido en una práctica cotidiana de buena parte de la humanidad. Unos beben más y otros menos.
En cuanto a la economía del alcohol, y para el propósito de esta columna, podemos decir que en nuestro país su manejo y regulación tiene sus raíces en la Colonia, y que su papel de renta estatal actual obedece a un rol histórico sostenido por más de dos siglos. Lo que conocemos hoy viene desde principios del siglo XX, con dos hitos importantes en la ley 8 de 1909 que radica en los departamentos el destino de las rentas derivadas del consumo de licores y la ley 88 de 1923 que por razones de “salubridad, seguridad y moralidad públicas” obligó a los departamentos a producir los licores nacionales o comprarlos a otros departamentos que los produjeran. Esta última ley buscaba restringir el consumo de alcohol, pues ya se evidenciaban, para esa época, los daños que causaba a la salud pública.
Este manejo estatal del alcohol derivó en un sistema esquizofrénico, que por un lado requería un alto consumo de licor para que los departamentos pudieran atender sus propósitos, cabe resaltar que las rentas derivadas de las fábricas departamentales de licores llegaron a ser el principal ingreso de muchos de estos entes territoriales, y por el otro sufría los estragos de ese consumo. En medio de todo esto, se reprimió la producción particular de alcohol en alambiques y destilerías artesanales para que no compitieran con las fábricas estatales y para evitar daños irreparables en la salud.
Por increíble que parezca, lo pensado para hace un siglo opera hoy en día, aunque es insostenible, y por eso es urgente hacer cambios y reformas. Más que innovaciones de manejo de las fábricas estatales de licores como empresas, lo que se hace necesario es que el Estado no participe de esta actividad. Si bien el consumo de alcohol está arraigado en la sociedad, es una actividad llena de riesgos y peligros, que causa daños enormes tanto en la salud como en la armonía social. No puede el Estado incentivar su consumo a través de sus empresas por razones rentistas y por el otro lado invitar a no tomar por razones de salud. El carácter de renta histórica no es argumento suficiente para defender hoy en día la propiedad de las fábricas de licores en manos gubernamentales. No se trata de iniciar cruzadas abstencionistas, pues su fracaso total ya lo probó Estados Unidos hace casi un siglo, pero sí de ser coherente con el rol del Estado. Que lo produzcan los particulares y que las autoridades públicas regulen la actividad. Por esta razón ética y de coherencia pública es que un departamento no puede producir licor, por eso hay que vender la Industria Licorera de Caldas - ILC.
La historia de las últimas tres décadas de la ILC ha estado teñida de decenas de episodios de mal manejo y corrupción, donde políticos locales, contratistas, distribuidores y sindicatos buscan obtener su mejor pedazo a como dé lugar y cuyo relato encaja más en un expediente de orden penal que en una descripción empresarial. En eso terminó todo.
Ahora bien, habría que venderla bien, y para esto hay que diseñar un negocio que sea óptimo para el departamento, lo que podría requerir ajustes previos. Pero lo necesario es venderla finalmente, aunque nos vengan nuevos desafíos, tales como evitar que se regale con corrupción de por medio y cuidar con celo los recursos públicos derivados de su venta, para que no terminen en las manos de delincuentes de cuello blanco.
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