El proyecto de reforma constitucional denominado de ‘equilibrio de poderes’, así como la ya larga discusión pública sobre la necesidad o conveniencia de una asamblea constituyente como cierre seguro al proceso de paz con las guerrillas, o para dar alivio a una rama judicial en serias dificultades, son una muestra más de esa tradición que nos ha acompañado desde la misma independencia, hace dos siglos, de depositar todas las esperanzas en la redacción de leyes y en cambios institucionales.
No cabe duda de que las normas que regulan el funcionamiento del Estado y la vida en sociedad son la columna básica para la convivencia de una comunidad, de una nación. Sin embargo, cuando la creación de normas acapara toda la atención de quienes conducen esa sociedad y se descuida la manera como se aplica ese cuerpo normativo en el día a día y la conducta de gobernantes y gobernados, lo único que se crea es un espejismo de bienestar futuro en medio de un malestar presente.
La Constitución de 1991 fue altamente renovadora para el país, trajo un conjunto de cambios destinados a forjar una sociedad más democrática, justa, equitativa y con mayor grado de libertad. También pretendió, y lo ha logrado en cierta medida, diseñar un aparato estatal más acorde con la época.
Sin embargo, poco a poco, como cuando un río va erosionando sus orillas, políticos de todo tipo empezaron a reformar y cambiar, casi que de manera clandestina, aquello de la constitución que no les convenía para sus propios intereses o adicionaron nuevas normas a su amaño. La mejor prueba de esto último fue la reforma constitucional que permitió la reelección presidencial y el intento de un nuevo cambio que permitiría un tercer mandato consecutivo del presidente.
Es claro que hay cambios legales y constitucionales que son muy útiles. No cabe duda. Sin embargo, si aquellos mismos que promueven las leyes, una vez en vigencia estas hacen todo lo que esté a su alcance para hacerles el quite o quebrantarlas, lo único que se va a generar es un estado esquizofrénico de cosas que sin remedio se va a reflejar en toda la sociedad.
No es gratis que estados con orden y desarrollo social, como por ejemplo los nórdicos, tengan constituciones cortas y precisas, así como cuerpos legales compactos. Por el contrario, estados en dificultades, que viven desorden y anarquía, tienen constituciones de cientos de artículos y miles y miles de leyes y decretos. Preguntémonos dónde estamos nosotros.
Por estos días, la discusión política en nuestro país se ha centrado en buena medida en la creación de un tribunal de aforados. Ha corrido mucha tinta al respecto. Y si bien el tema es delicado, pues implica definir quién juzgaría por presuntos delitos a los más altos funcionarios del Estado, también es cierto que la tensión y dificultad que genera este tema son motivadas por los intereses particulares de quienes intervienen en la discusión: gobierno, congresistas, magistrados de las cortes, fiscal y procurador. Y todos buscan sacar la mejor tajada.
Lo curioso es que en medio de tantos intereses ocultos, de tantos personalismos y verdades a medias de quienes detentan el poder público, sigue viva la ilusión de que el cambio en la constitución y la ley traerá el alivio, el orden y la felicidad. Es como un fetiche que genera adoración, una borrachera transitoria que al día siguiente tendrá que ser contrastada con el sufrimiento, desorden e infelicidad que se vive en la calle, en las ciudades, en el campo.
Las palabras no equivalen a los hechos. Son necesarias, pero no los remplazan. Necesitamos menos palabras, que sean más juiciosas, y más hechos que conscientemente procuren traer el bienestar a todos.
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