Luego de tres meses de decaimiento del proceso de paz entre el Gobierno nacional y las Farc, llegaron buenas noticias desde La Habana. La guerrilla retomó su cese al fuego unilateral.
El 14 de abril pasado se dio un feroz ataque de la guerrilla en el Cauca a tropas del ejército mientras estas dormían. El gobierno respondió levantando la suspensión de los bombardeos a campamentos de la insurgencia y en consecuencia le dio golpes certeros a las Farc, en los que murieron un buen número de guerrilleros e incluso un miembro de su delegación en La Habana. Entonces, las Farc dieron rienda suelta a una cruenta, desconsiderada y torpe campaña de agresiones a objetivos que además de incluir a los militares pusieron en su mira bienes públicos indispensables para la población civil como el agua y la electricidad, y todo sin hacer la más mínima consideración con el medio ambiente. Además de cometer violaciones al Derecho Internacional Humanitario y los Derechos Humanos, produjeron un daño ambiental enorme.
Como consecuencia lógica, el ánimo ciudadano y de buena parte de la opinión cambió radicalmente respecto a las negociaciones y se revitalizó una profunda animadversión hacia la guerrilla y por extensión hacia el presidente Santos. En este ambiente, el jefe del equipo negociador del gobierno, Humberto de la Calle, dio a entender que el proceso se podría terminar si las Farc no avanzaban en el camino posible, que incluye el elemento básico de definir unos parámetros adecuados de justicia transicional y el cese de las agresiones armadas.
La guerrilla reaccionó y decidió acallar los fusiles, en principio por un mes, periodo que tendrá que extenderse hasta el final de la negociación si no quieren tener una muy fuerte oposición ciudadana y política. Así las cosas, vuelve a despejarse el camino hacia una posible salida a esta guerra eterna. Y quedan claros dos temas de los que depende el éxito del proceso. Uno es procedimental: poder negociar en tregua, sin confrontación armada ni agresiones a la población civil y los bienes públicos y privados, en otras palabras con cese al fuego y las hostilidades. El otro es sustantivo: un acuerdo sobre justicia transicional que pesa principalmente sobre la guerrilla, pero que también tiene que llevar a establecer responsabilidades en agentes estatales y particulares.
Mucha gente preferiría que se terminara con lo que han denominado "la farsa de La Habana", mientras imaginan claudicaciones que no se han dado y acuerdos perversos que solo existen en su mente, como en la del procurador Ordóñez y en la de otros políticos. Desconocen estas personas las tremendas dificultades que implica adelantar un proceso de paz y estar sentado en una mesa de negociación donde se busca terminar una guerra. Igualmente, niegan temerariamente la gran seriedad, responsabilidad y competencia con que los delegados del gobierno han procedido en esa mesa.
La rabia invita a muchos a destrozar lo que se ha construido con un enorme esfuerzo, en una obra de filigrana orfebre. Y si bien en ocasiones es entendible esa rabia, el desánimo y el pesimismo, también es cierto que romper el proceso de paz entre el Gobierno Nacional y las Farc es condenar al país a una violencia inmisericorde, mucho peor que la experimentada durante los tres meses pasados. Es como si la manifestación de esa rabia en una ruptura tuviera el efecto mágico de acabar con las Farc. Pura fantasía.
El camino más difícil, que requiere más temple de espíritu y más esfuerzos es el que lleva a concretar un acuerdo de paz en la mesa. Pero es el que mayor beneficio social y humano puede generar.
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