Natalie, nuestra bella guía, nos dijo que el Etna es “el volcán más católico del mundo” y lo explica contando que en su última erupción la riada de lavas ardientes se detuvo a dos metros de una ermita de la Virgen. Así lo comprobamos. Al pasar por el sitio rezamos y fotografiamos la ermita. Y emprendimos la marcha ascendente. La vegetación cambia según la altura. Hay pequeños bosques de betuláceas de tallos blancos. Cruzamos bosques de castaños y vimos entre las lavas decenas de panales; nos dicen que la miel de los castaños es muy apetecida por su sabor y aroma. Natalie nos dice que la lava al enfriarse se pone negra y a los 30 años toma coloración gris oscura y nacen ya las primeras matas y que sólo después de 500 años de la erupción van apareciendo los bosques. También hay manchas de bosques de coníferas. El caminito, en partes muy pendiente, no tiene pérdida.
A media altura la guía nos mete en una cueva que la lava al enfriarse ha formado en la montaña y para ello nos había pedido que lleváramos linternas. Devuelta al camino comprobamos con inquietud que la montaña que había amanecido totalmente despejada se estaba ahora cubriendo de nubes, pequeñas, sí, pero que amenazaban con crecer. La vegetación arbórea disminuía a medida que íbamos ascendiendo y aparecían ahora pequeñas manchas verdes, de una especie de gramínea, que me hicieron recordar los famosos cojines de nuestro Parque de los Nevados, con la diferencia de que nuestros cojines son formaciones duras sobre las que uno puede caminar. Son los “Plantago” y los “Distichia”. Los cojines del Etna, redondos también y de no más de un metro de diámetro son estructuras blandas que no resisten el peso de una persona sin dañarse, pero son, eso, sí, hermosos y hacen un bello contraste por su color verde brillante con el entorno de lavas grises y oscuras. Y así paso tras paso llegamos a un hombro del volcán. La cumbre se llenó de nubes. Nos faltaba una hora para llegar a la cima. Estábamos en el borde superior de uno de los cráteres apagados más grandes del volcán. Nos hicimos algunas fotos y decidimos regresarnos, con mucha pena. Hacia abajo estaba despejado. Natalie nos llevó a conocer el árbol más viejo del Etna. Los ascensionistas no lo van a ver porque los guías “normales” no los llevan. Pero estábamos con la guía más conocedora de todos los rincones del volcán. Es un soberbio ejemplar de 300 metros de edad, un pino gigantesco. Y por otro camino también desconocido de los guías nos llevó a ver la altura de una de las últimas coladas de lava. Se trata de una carretera asfaltada cortada por un muro de 30 metros de altura, de lava petrificada. Impactante.
Quedé con la tristeza de no haber llegado a la cima. Mi último ascenso a un volcán, hace tres años, fue al Teide, en las Canarias, que fue considerado durante muchos siglos como la montaña más alta del mundo. No llega a 4.000 metros de altura, pero su imponente figura por alzarse desde cero metros en la isla de Tenerife la hace parecer todavía más alta. Los hombres todavía no conocían la altura del Mont Blanc en Europa continental (4.810 metros) y no se habían adentrado en Asia donde se encuentran los picos cimeros de la Tierra específicamente en el Himalaya y el Karakorum y que sobrepasan los 8.000 metros de altura.
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