El casabe es una arepa o galleta hecha de harina de yuca brava o amarga. Los indígenas la preparan en el budare que es como una sartén grande. El casabe suele ser de gran tamaño y forma redondeada. Realmente es un pan ácimo.
Algunas de estas tortas alcanzan un metro de diámetro. Tienen una gran ventaja, duran mucho sin dañarse. Y así uno ve a los indígenas que las cargan en las canoas o en los canastos. A mí personalmente me gusta el casabe fresco, recién hecho. El viejo tiene un olor para mí desagradable, olor que no fastidia a los indígenas. Así, pues, la yuca brava es alimento fundamental para los indígenas del Amazonas y de Los Llanos, pues de ella sacan sus dos principales platos: la fariña y el casabe. El pequeño poblado sikuani se encuentra en un limpio claro del bosque.
Nos dirigimos enseguida, acompañados por algunos indígenas jóvenes a Caño Lapa que se encuentra a escasos minutos de camino detrás de una roca de unos 10 metros de altura, que como todas las de Los Llanos se sube fácilmente pues las lajas tienen excelente adherencia. Y así entramos al místico y mítico lugar de Caño Lapa. Nos acompaña un funcionario de Parques Naturales que hemos recogido en el sitio de la confluencia del Tuparro con el Orinoco. Recorremos con emoción el conjunto de canales, pocetas, cascadas y piedras. Era mi tercera visita al Caño y la primera por esta ruta. Las dos anteriores veces yo había entrado por el Caño y no por el río Tuparro como ahora. El Caño es muy estrecho y en verano es prácticamente imposible entrar por él porque el nivel del agua desciende y deja al descubierto muchos troncos que impiden la navegación. Para mis compañeros esta era la primera vez que visitaban Caño Lapa y esperan que no sea la última. Estaban simplemente muy emocionados. Cuando escribo ahora que visitamos Caño Lapa me refiero al que llamé santuario, porque Caño Lapa es todo el río que confluye en el santuario y sigue después de él su curso.
Regresamos al poblado sikuani y al río Tuparro. Ahora de bajada nos detuvimos más tiempo en el Raudal del Tuparro. Nos trepamos en todas sus piedras. El conjunto de ellas es monumental y a pesar de que no era la primera vez que yo navegaba por este sitio, nunca había visto los restos metálicos oxidados de una falca que hay semioculta en el arenal. Fue Rosevelt quien nos la mostró. Perteneció al famoso coronel José Tomás Funes. La historia de este personaje me ha llamado siempre la atención y me he acercado a él por diversos caminos. Primero que todo por la Vorágine y por Toá, la otra novela sobre el caucho, de César Uribe Piedrahíta, donde lo nombran. Recordemos, a propósito, que la novela de Vargas Llosa, titulada “El sueño del celta” versa sobre la vida y aventuras de Roger Casement.
Este inglés estuvo en el Congo y denunció las atrocidades del rey Leopoldo II de Bélgica. En África participó en una de las expediciones de Henry Morton Stanley. Luego viajó a la selva amazónica y conoció y denunció las atrocidades de la Peruvian Company, o sea la Casa Arana, cometidas contra los indios del Putumayo. José Tomás Funes, militar y político, nació en Venezuela en 1855 y se involucró en varias revoluciones de ese país. En una de ellas cayó preso y se escapó de la cárcel. Vio posibilidades de enriquecerse con el negocio del caucho, negocio que se había iniciado en la Amazonia colombo-peruana y que se extendió hasta el Orinoco.
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