Andrés Hurtado García
Llegamos, pues, al mítico raudal o cachivera de Yuruparí, el más importante de toda la selva amazónica por las leyendas que en él se originan. Aquí nació el mito de la creación, de aquí surgen todas las etnias de la selva. También lo llaman la casa del Wati, o sea del diablo. Yuruparí es también un baile. Mis compañeros quedaron impactados, boquiabiertos ante la impresionante belleza del raudal. Yo ya lo conocía de otros viajes, lo que no me impidió, desde luego, gozar de su hermosura.
Se trata de una cascada escalonada que se abre a todo lo largo del río y que mide unos 7 metros de altura y unos 300 de longitud. En el momento de nuestra visita el río estaba mermado porque arriba, en las fuentes del Vaupés, ya había empezado el verano y por ello una tercera parte de la cascada mostraba la roca desnuda, sin agua. Aún así el espectáculo es magnífico. El cascadón tiene varias caídas tapizadas por trenzas vegetales verdes largas, algunas de dos metros de longitud, entre las cuales el agua parece escurrirse despacio, agarrándose de los hilos. Estas plantas, de la familia de las podostemonáceas, son las mismas que crecen en el más bello raudal de la selva, el de Jirijirimo y en muchas cachiveras de ríos y caños y que en Caño Cristales toman coloración de rojo intenso. El señor Aventura nos acercó en su planchón hasta la mitad del raudal, desafiando la fuerza del chorro y desde el planchón nos trepamos a los escalones de la cascada. Las trenzas vegetales son muy resistentes y caminar sobre ellas no les hace daño. Fue una sensación indescriptible estar en la mitad del mítico Yuruparí viendo pasar el tremendo caudal del río Vaupés al lado de uno, debajo de uno, y sintiendo una pizca de mareo embriagador. ¿No he hablado de la tremenda suciedad del lugar? Sí, dan ganas de llorar; las veces anteriores que he visitado el raudal, varias por cierto, el lugar era limpio; ahora es un inmundo basurero de latas, botellas, papeles, plásticos, ropa vieja, trozos de madera, desechos de todo tipo. Menos mal que la cascada misma se conserva limpia, la basura está en las orillas. Solemos permanecer mucho tiempo, sentados en silencio, frente a estos espectáculos soberbios de la naturaleza y así lo hicimos. La cámara fotográfica de Daniel Delgado, compañero de viaje, estaba tan enloquecida como él mismo, haciendo fotos al raudal. Realmente estuvimos toda la tarde a orillas de la cachivera.
Hay un pensamiento de Teilhard de Chardin, sagrado para nosotros, y fuente de la alegría vital que nos rige cuando estamos inmersos en la naturaleza. "Dejadme sentir la inmensa música de las cosas". Y esa música de las cosas sólo se siente en el silencio. Aquí el silencio era ensordecedor por el ruido que producía la cascada. Unos días más tarde, estando ya lejos, metidos dentro de la manigua, oiríamos todavía el lejano rumor de la cachivera.
Las garzas revoloteaban sobre el raudal y se posaban tranquilas sobre las rocas que sobresalen entre las aguas y algunas asentaban sus largas patas entre las trenzas vegetales verdes, a la espera de algún pescado. En determinadas épocas del año se ven decenas, centenares de sardinas tratando de remontar el raudal, circunstancia que aprovechan las garzas y otras aves. Es su opíparo festín. Un aguacero duro y corto nos alejó de la orilla del río al caer la tarde, pero no le restó belleza al raudal.
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