César Montoya Ocampo cmontoyao@hotmail.com
La política, ahora, es una letrina. Caen a ese tanque de miserias todos los detritus de una actividad electoral convertida en cínico mercado de las apetencias que se pueden comprar con el vil metal.
¿Principios? ¡Cuáles principios! Imperan las chequeras, el dinero contante y malhabido que circula en la clandestinidad (como lo hacen los mafiosos), los préstamos para ser pagados cuando se llegue a una gobernación o a una alcaldía. Soportamos una política rastrera, de zancadillas, no de manos limpias sino de pezuñas transformadas en garfios para agarrar los desperdicios morales que van dejando los actores de una actividad sin grandeza.
Los que somos activistas y recordamos en nuestras prédicas los fundamentos que enmarcaron la nacencia de los partidos, somos unos profetas trasnochados, pobres oradores de baratijas verbales, orates de unas ideologías que ya murieron, parleros que vivimos en un mundo antiguo.
Ahora es el dinero, la rapiña sedienta del presupuesto, la riqueza rápida mediante los aruñazos a la hacienda pública. Reinan los adiposos con sus vientres rellenos de pesos, conseguidos en las mansardas del delito.
Maldito el día en que se dio luz verde a la elección popular de concejales, alcaldes y gobernadores. Aterrizamos en el mundo de los buitres. Graznan las aves de mal agüero, arrastran su microcuerpo peludo y asustador los gusanos que se deslizan por los subterráneos del poder.
En muchos municipios manda la delincuencia. Con la monserga que no existen antecedentes penales si no hay una condena en firme, se filtran los ulcerosos, se acomodan los bandidos que le robaron al Estado, los avezados matreros del narcotráfico, diestros para los inventos artificiosos.
Para eso están los chupatintas que alargan con trucos procesales las investigaciones para conseguir las prescripciones. También la pereza de algunos jueces que duermen y roncan sobre los expedientes.
A ese derrumbe aparatoso de las costumbres, agréguese el mercado impúdico de los avales. Deben circular los billetes para obtenerlos. Presionan las influencias, priman los compadrazgos y desaparece la moral. Los aspirantes se trasladan de un partido a otro, merodean aquí e intrigan allá, para acampar a la sombra de unos movimientos insignificantes, de escaso volumen electoral, que surgen como dispensadores de los avales que los grandes partidos niegan.
Los candidatos se acomodan. Si liberal, sorpresivamente surge como conservador. Traslada sus bártulos a la colectividad que le solucione sus apetencias. Hediondos, gelatinosos y desvertebrados, obtienen bendiciones espúreas.
Se acabó el gobierno de los eupátridas y la soldadesca destructora de Atila derrumbó los templos de la democracia.
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