Juan Martín, eres un terremoto. Ansioso, te encaramas, gateas, sorprendes, lloras, ríes, te sueltas, titubeas, ensayas pasos, te frenas, te sientas, te quejas, entras en suspensos de perplejidad. Avanzas y paras; abres tus ojos celestiales y los frotas con tus manitas de ángel; haces burbujas con los labios tan pequeños como un suspiro y sueltas carcajadas al escuchar tu propio eco. Tanteas, tocas, agarras, buscas apoyos, te afirmas, vacilas, te atreves, te levantas con precavido esfuerzo, tumbas adornos, haces escándalo cuando destruyes, te paralizas, imploras perdón con mirada de miedo.
Me buscas y te amparo, acaricio tus cabellos indóciles, contemplo tu cara, te horqueteas sobre mis piernas, incitas el vaivén de los galopes, no te fatigas, mueves la espiga de tus pies, hincas los espolines sobre inexistentes ijares, de nuevo oscilas como las olas, agobias a tu abuelo alcahuete.
Te coloco sobre el piso y te extroviertes en un manantial de simpatía. La dicha la tienes desparramada en tu cuerpo de alborada. Trato de abrir un periódico y en ese tris de tiempo todo lo tocas y remueves. Al ser dulcemente regañado, te derramas en llanto y desconsolado te dejas caer para plañir con estrépito. Tienes pulmón de barítono. Nuevamente alaraqueas y concitas a la familia que pregunta por la causa de tus pataletas. Un tetero calma el drama, te llevan a la cuna y en un segundo ya estás dormido.
Qué gran descanso. Sudo del extenuante ajetreo que provoca este nieto juguetón, seco el agua tibia que corre por los despeñaderos de mi rostro, solicito un refrigerio helado para saldar mi agotamiento y me preparo para un largo descanso. Me abanico sobre un canapé, pido frazada, cierro los ojos e invoco a Morfeo para el relajo. ¡Pura ilusión! Segundos después, cuando comenzaba el balanceo del letargo, escucho el tambor de su boca que estalla en alaridos. Sacude la cuna y, a gritos, clama por su liberación.
Adiós reposo. Salto asustado y corro a prestar los primeros auxilios. Cuando me ve de inmediato calla, abre la boca diminuta para mostrar sus dientes de nácar, alarga los brazos, suelta risotadas de júbilo, acaricia mi mentón, se inclina amoroso sobre mi pecho como buscando un sedativo para sus desconsuelos. Reclama mimos. Primero los pucheros, luego los contentos y cierra el melodrama con el alivio de los arrullos.
¿Dios, por qué hiciste así esta criatura angelical? ¿Por qué permites sus dulces tiranías, convirtiéndose en el rey del pequeño universo familiar? ¿Por qué su debilidad es fortaleza, sus desplazamientos sacuden los zodiacos, su alegría avasalla y sus gimoteos convocan la solidaridad de los cariños?
Lo quiero así. Jamás marmota, siempre despierto, con la movilidad de una ardilla, no manzurrón sino despótico, que no deje dormir, que descontrole la armonía con sus enfados, que maneje inocentes altanerías, que sea una bomba atómica de peligrosas explosiones.
Juan Martín es un cachorro de león. No será oveja, no lebrel sumiso, no galgo dormilón. Por sus arterias corre sangre italiana, entreverada con las testarudas porfías de la raza antioqueña. Se hará oír. Tendrá garganta para el ágora, verbo ciceroniano, ambición incontrolada. Será importante. Gobernará Buenos Aires, clamoreará en el parlamento, y... ¡por qué no! será presidente de Argentina.
¡Silencio! Estas son fantasías inofensivas de un abuelo despabilado.
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