Estaba entrando Julio César a la sala de Pompeyo. Los arúspices hacían fatales pronósticos sobre la muy pronta muerte del emperador. Según Suetonio en "Los Doce Césares" hasta los caballos, erguidos y piafantes, que vadearon las aguas del Rubicón, habían dejado de comer el forraje y lloraban a cántaros. Calpurnia, su mujer, presentía un desenlace de espanto y logró postergar por breves días la presentación de su esposo en el hemiciclo del Senado. La ciudad fue cubierta por una neblina color estaño y las suaves colinas que atalayan a Roma fueron borradas por las densas cortinas de un atardecer prematuro.
El cortejo avanzó. Julio César era llevado sobre una litera, adelante los pífanos sonoros, y atrás una procesión de burócratas que le organizaron un séquito bulloso. El emperador se apeó, cogió una ancha aleta de su capa y la lanzó al desgaire sobre su hombro izquierdo, se ajustó la corona de laurel y con paso olímpico se dispuso a ingresar al recinto del Senado. Nunca presintió que ese sería su último acto oficial porque una manada de conspiradores ya había preparado meticulosamente la escena del crimen. De nada valió que un anónimo le entregara un escrito en el que le advertían sobre el presagio fatal.
Casio, tuerto y con piernas resistentes, le metió una zancadilla que lo hizo tambalear. Mientras tanto, Telio agarró la toga por ambos lados para inmovilizarlo y en ese mismo instante un Gasca le metió certera cuchillada en la garganta que desangró su río arterial. Bruto, más enardecido que los demás asesinos, le migaba golpes mortales. Veintitrés fueron las heridas que debió soportar el emperador sacrificado. Ya moribundo y viendo -horrorizado- los arranques carniceros de Bruto, decepcionado y agónico, le dijo Julio César: "¿Tú también, hijo mío?" .
En Caldas está vivo otro dantesco drama similar. Ómar Yepes, como personaje que actúa en la vida electoral de la nación, recibe elogios pero también injustificadas diatribas. Ese es el viático inevitable de los hombres públicos. Pero aún los contradictores que actúan en escenarios más calificados que los que utiliza una plebe enferma de odio, lo tratan con deferencia porque reconocen su personal hidalguía.
Una hija de Ómar Yepes ocupa un alto cargo en la Fiscalía General de la Nación y en razón de esa destacada posición, sostienen los demandantes, Arturo Yepes estaría inhabilitado para ser Representante a la Cámara. Frívolo y soberbio, y además con lengua ofídica, insinuó a los medios de comunicación social, que se valdría de la prueba del ADN para impugnar los argumentos de sus contradictores.
¡Horror de horrores! ¿Cuál es el contenido de ese mansalvazo? Sencillamente que a su hermano le dieron zumo de adormidera y cuando estaba en estado letárgico le arrimaron una hija bastarda.
Pocos seres humanos son tan delicados como Ómar Yepes respecto de sus hijos. Les ha dado una educación de excelencia y todos ellos reconocen tener un padre de excepción que sembró en sus conciencias el recto sendero de la virtud.
A Julio César lo privaron de la vida física. Una comparsa de bandidos lo acribilló a lanzazos y su cuerpo se desplomó en el recinto de las leyes. Pero no le quitaron la gloria. Su nombre como intelectual, historiador y orador, sigue intacto y en todos los tiempos se le cita como personaje inmortal.
Ómar, en palabras de Lamartine, en la Historia de los Girondinos, "es un hombre época". Por cincuenta años ha incidido en la historia de este departamento. No hay municipio ni vereda que no tenga una obra suya realizada como parlamentario gestor.
Arturo Yepes le ha dado a su hermano, por la espalda, una puñalada. Quiso manchar su honor histórico.
Fue cruel como Caín.
Buenos Aires 30 de septiembre de 2014
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