Se nace para ser útil, según apotegma de Bolívar. Hay que ocupar un espacio, llenarlo, hacerlo productivo. Cómo desperdician la existencia los sonsos, los sobradizos, los que se convierten en morralla. En cambio otros -no muchos- siembran esperanzas. Hacen del destino un incontenible cohete espacial. Sus días son positivos, germinan en pequeñas historias que, todas juntas, enriquecen las alcancías en donde se guardan los tesoros que nos da la vida.
Esos talentos que nos regala la Providencia se extrovierten en múltiples oficios. Luis López de Mesa escribió el libro de los apólogos. No hay vocación que carezca de estrellas en lontananza. Es el músico con oído místico que escucha las armonías que le llegan de esferas imaginarias. Es el poeta que recibe el mensaje de las euménides para construir arquitecturas aéreas. Es el prosista que hace de las metáforas un sorprendente juego de palabras que estallan en sonoridades para embriagar las avideces del alma. Es el abogado de excepcionales dones intuitivos, con la espada de la justicia en sus manos para ayudar a dirimir los conflictos sociales. Es el médico que está presente en el milagro de las cunas, convertido en cirineo, el que cierra la cansada cortina de los ojos en la hora de la muerte.
Todos estamos en manos de los galenos. Nadie es inmune a las enfermedades y basta mirar el diario desfile -atropellado- en clínicas y hospitales, con pacientes aporreados por infortunios físicos que confían en el poder sanatorio de los alumnos de Esculapio.
Este prólogo matizado de alegorías sentimentales tiene que ver con tres médicos de Caldas que hoy pastorean en sus hogares la pesada carga de los años: Gonzalo Botero Zuluaga, Hernando Alzate López y Rafael Marulanda Villegas.
Botero Zuluaga es un hijo dilecto de Aranzazu. Pródigo en caridad, sabio en su profesión, ejemplar como ciudadano. Era enamorado y bohemio nocturno. En su espléndida juventud rectoró los destinos de Manizales. No encontró espacio en el ajedrez de la política y prefirió ser un cabal discípulo de Hipócrates.
Hernando Alzate López es un salamineño que hizo de todo en su tierra natal. Cumplió con los sagrados deberes de su profesión; siguió la ruta de Jaime Mejía, otro milagroso médico que en los albores del siglo pasado, trasegó veredas y, en razón de las rudimentarias sabidurías de aquellas épocas, descubrió remedios taumatúrgicos. Alzate López ha sido un samaritano. También intelectual, enamorado de la historia. Escribió prosas memorables en estilo denso, coronó reinas de belleza, se encaramó en los proscenios para cantarle a la mujer. Fue destacado senador de la república, ángel de la guarda de su Partido Liberal.
Mi copartidario Rafael Marulanda Villegas es hijo de Cosme Marulanda, personaje inolvidable en los fastos de Salamina. Notario, cívico, epígono social, con ojo malicioso para las cosas del amor. Utilizaba la lengua como espada cortante. Sus látigos verbales son de antología.
Rafael Marulanda utilizó bien los múltiples dones que Dios le confirió para que peregrinara sobre la tierra. Prestó su servicio por décadas como Concejal de la Ciudad Luz, dándole al hemiciclo relieve romano. Fue dirigente acatado del conservatismo. Ocupó cargos importantes en el departamento y matizaba sus afanes escribiendo prosas de depurado rigor castellano. Su estilo es bailable como una danza.
Dándole a este enfoque aire libertino, son amigos que, como los de Alberto Ángel Montoya, pueden recitar:
"Éramos tres los caballeros. Uno/ amaba el juego y la mujer. El otro/ amaba la mujer y amaba el vino./ Yo amaba el vino , la mujer y el juego".
Mentiras mías. En nada se parecen a esa trilogía de perniciosos cautivantes que en poética adorable perfila este lírida burgués. Solo Botero Zuluaga sabía de amaneceres, cumbias y tangos. Los otros dos, con purísimo nimbo de inocencia, le coqueteaban a las musas. No existe notaría que haya archivado sus picardías de faldas. Tienen el alma limpia de pecados.
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