El 24 de junio de 1935 es un día de triste recordación. Un accidente de aviación, hace ochenta años, embarcó hacia la eternidad a Carlos Gardel. Como los restos de Evita Perón que peregrinaron por otros continentes, según el entretenido libro "Santa Evita" de Tomás Eloy Martínez, los de Gardel, a lomo de mulas, viajaron por trochas y montañas, vadearon ríos y treparon laderas, para ser llevados a Buenaventura, en donde los embarcaron con destino a Buenos Aires. Argentina se congeló. El ídolo que electrizaba multitudes con su voz de oro, había desaparecido en un accidente fatal.
En lupanares y boliches son profusos los afiches con su imagen. Sombrero a la pedrada, de medio lado, con una cinta negra que abarca la redonda copa y mirada que se desportilla, maliciosa y coqueta. Se ven sus ojos comelones que de soslayo miran una devorable mujer. La nariz es fina como incrustada con arte sobre su rostro, boca mediana con labios entreabiertos que dejan ver la albura de sus dientes simétricos, mentón recogido y cuerpo de atleta.
Ese es el Carlos Gardel que conocimos en la juventud, con voz hermosamente atronadora, cargando el eco con el repique de sus tangos que se incrustaron en el pozo de nuestros corazones. Nadie como él. Lo santificamos porque sus canciones eran pegajosas para trasladar mensajes, sombrías para enmarcar los desesperos, agoreras y trágicas cuando del despecho repartía puñales floridos con su garganta milagrosa.
El tango fue -es- un mensaje que todo lo abarca. Nada igual cuando nos desmoronamos en bohemias borrascosas. Con él galanteamos y con sus retumbes melodiosos nos sumergimos en tragedias sentimentales. Es lacerante a veces, detonante como descarga guerrera, tiene suspiros de agonía y apegos obstinados, es endecha dulce para las caricias. Su música debe escucharse de noche. Se acomoda en los escondites oscuros, cuando los dos -ella y él- sienten que la química revienta en intimidades lujuriosas. El tango es grato a la luz de la luna, porque es noctámbulo, farolea en los salones destinados a los saltos bailables de las parejas que desatan piruetas aéreas, en medio de un coro de admiradores que registran con asombro esas proezas. Y qué puede escribirse sobre los amaneceres "rota la copa del placer y el alma enferma". En esas madrugadas de reclamos se remiendan los sentimientos averiados, y las lágrimas se convierten en notarías históricas. Cuántas veces ¡cuántas! nos encontró la aurora en vagabundeos, aguijoneados por un sexto mandamiento que periclitaba en la privacidad de los desvanes.
"Confieso que he vivido". Acariciamos esas nostalgias perennes, sometidos a coreografías clavadas en la memoria, en un ejercicio que reconstruye el clamor de las melodías paganas. Carlos Gardel, Aníbal Troilo, Roberto Firpo, Armando Laborde, Hugo del Carril, Héctor Varela, Biaggi, Santos Discépolo no han desaparecido. Siempre existirán románticos con el querer apaleado, zurrados por la mujer, crucificados por el desamor, melancólicos temperamentales y orates andariegos, que encuentran en el tango filosofías que se amoldan a todos los extravíos.
Fue música de rufianes. Los marineros descansaban de sus travesías marítimas en las confiterías porteñas con rumbas frenéticas, amartelados con damiselas que se acomodaban a todas las exigencias. Francesas, polacas, gringas, cariocas, iban a los puertos a ofrecer su mercancía sexual. En esos aquelarres sobresalían los compadritos atorrantes que acaparaban las camas y los desbordes románticos.
Gardel lo incorporó en la alta sociedad de Buenos Aires. Quedan aún salones para la alcurnia encopetada que lo baila con exquisita elegancia. Saben ellos que Argentina es tango. Los gauchos lo zapatean, los maulas inventan piruetas, los camajanes lo adornan con pasos que paralizan la respiración.
El tango nos estruja el alma. Sacude e incita. Es apertura licenciosa para las demasías. El Olimpo encargó a Baco la representación del frenesí que desatan los alcoholes, dios de las parrandas, mensajero de libertinajes que se disimulan en alcobas escondidas. En el tango se acomoda, como un rey, el corazón.
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