Los partidos, las etnias, los credos religiosos, los estamentos sociales, han dado a conocer su posición frente a los acuerdos que se están pactando en La Habana. Unos, a todo se oponen. Destilan veneno, predican una política de tierra arrasada, quieren ver en átomos volando a los que han militado en la guerrilla. Es tan profundo el rencor de otros contra el presidente Santos que justifican su ira ofídica rebuscando argumentos contra el plebiscito entre los pajonales de la mentira. Todo lo han dicho y tergiversado. Las Farc entregarán las armas; no, contestan los opositores; resarcirán a las víctimas; tampoco, dicen los enemigos de la paz; se someterán a la justicia transicional; menos, argumentan los fanáticos que prefieren la guerra a la reconciliación; abandonarán el narcotráfico; mentira, gritan en coro los deslenguados que lideran la eliminación, a sangre y fuego, de quienes han sido personeros de la subversión. En síntesis, quieren una nación con más Gólgotas, más anegada en sangre, con más desplazados, con más pueblos en ruinas, con más asaltos y campos desolados.
Hay dos tendencias perfectamente identificables. Una es la de los teóricos que desde las tribunas de la demagogia, o las salas de redacción de los periódicos, o desde un mullido canapé, hacen radiografías empíricas sobre la situación del país. Desconocen los tragadales de la miseria, maldito caldo de infortunio en donde surge y prospera la violencia. Pontifican, vociferan, insultan, alimentan venganzas personales, y todo lo cubren con un tremendismo apocalíptico. Lo que miran tiene color de tragedia, y sus pinceles solo sirven para brochazos de espanto. Se oponen a todo. No por convicción sino por odio visceral, no pensando en la patria, sino motivados en la alcantarilla de sus pasiones. No defienden principios sino intereses bastardos. Tienen ojos solo para percibir, desde la placidez de sus refugios, los horrores que a diario se cometen en geografías lejanas, oídos para escuchar procuradores fanáticos y expresidentes vengativos. Construyen falsos esquemas para formular teorías ilusas. Con una salvedad: los hijos de estas casandras nunca serán humildes soldados metidos en el riñón de la selva, estarán ausentes de esta cruel desventura, jamás sabrán lo que es tener la permanente amenaza de una muerte agazapada. Ellos, tan negativos, tienen comedor opíparo y duermen tranquilamente protegidos por los organismos de seguridad del Estado.
En cambio, cómo es de lacerante la otra Colombia, la profunda, la que tiene que transgredir la ley para subsistir, la que habita las zonas de conflicto, la perpleja y aterrada, apaleada por la guerrilla y perseguida por la autoridad por que supuestamente convive con la subversión. Los que parlotean en el capitolio, o vomitan injurias contra el ejecutivo, los agoreros, no se imaginan cómo vive el campesino de Nariño, Cauca, Arauca, Chocó, Urabá, desalojado violentamente de sus parcelas, convertido, con su familia en paria trashumante, los suyos arrebatados para engrosar los batallones del crimen, con sus familiares asesinados, famélicos, abatidos por un destino que sin misericordia los golpea. Es dantesco y desesperante este panorama.
Ese horror debe terminar. Colombia lleva cincuenta años escuchando los estampidos de las balas, mirando cadáveres mutilados que flotan descompuestos en los ríos, contemplando, aterrada e impotente, mares de lágrimas de seres inocentes. A ese desangre hay que ponerle fin. Todos debemos ser actores. Los insurrectos, que en cinco decenios sembraron tumbas en las montañas, arrasaron zonas urbanas, hicieron del delito una profesión y fueron incapaces de tomar el gobierno del país. Y la sociedad representada ahora en un ejecutivo audaz e imaginativo, decidido a buscar, contra viento y marea, la extirpación, para siempre, de las causas de esta loca tragedia nacional. No queremos que el macabro espectáculo de Siria se repita en nuestro país.
Este es el momento ¡único! del no más. No más caravanas de hambre, no más habitantes que desesperados se refugian en las ciudades para vivir en extramuros como mendigos, no más viudas y huérfanos, no más masacres, no más tomas de pueblos indefensos, no más barbarie.
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