La reunión tenía dimensión aldeana. Ahí estaban Octavio López de San Diego, los Medina de Florencia y Miguel Zuluaga, el acatado jefe de Berlín y Norcasia. Quienes tenían el deber de señalar y clarificar los caminos, explicaban cuál debía ser el comportamiento en las urnas del Partido Conservador. Finalizado el debate programático, vinieron los alcoholes. Rodrigo, ligeramente chispeado, inició una faena de asombrosa memoria poética que mantuvo a los contertulios en suspenso hasta las cinco de la mañana. A esa hora tomaron las cabalgaduras Rodrigo, César Montoya Ocampo y José Dolores Aristizábal, se internaron por las marañas de un océano verde para cumplir un compromiso con los copartidarios de El Congal que, con alborozos de pólvora, los estaban esperando.
Esta trivial anécdota, fue repetida en múltiples ocasiones con un Marín, inmune a los nepentes, acorazado por un cerebro cargado de explosiones intelectuales.
Quiero decir, en síntesis, que conocí a fondo la personalidad de Marín. Siempre tuvo un séquito leal que, en las buenas y en las malas, estuvo al pie de su destino. Jesús Jiménez Gómez, Alcibíades Díaz, Feníbal Ramírez Serna, Luis Emilio Sierra, Helgidio Ramírez, Carlos Uriel Naranjo, y otros más, fueron los capitanes que siempre escoltaron al impaciente general.
Marín, "el negro", como amistosamente lo identificábamos, fue dotado por la naturaleza de dones excepcionales. Su estampa larga como una sombra, sus brazos atenazadores, acostumbrados a los intercambios afectuosos, su voz ahuecada, un tanto artificial, su mirada segura y lontana, su frente fresca y sumisos los mechones de su cabellera, para coronar, arriba, su estampa de lord tropical.
Estaba cargado de filosofías que él las misionaba con denuedo profesoral. Era rígido en sus tesis. Fue formado en la escuela laureanista y después modelado por Álvaro Gómez Hurtado.
Marín era básicamente un fundamentalista. No maleable, sin escorias, dogmático, de recia personalidad. Dualizaba el énfasis de la doctrina con el halago de las esperanzas, en ese mundo de expectativas, como es la política. Supo proyectar su nombre en un piélago de multiformes verificaciones. Acelerado y sin reversa, profeta de verbo encendido, ambicioso y realista, rapsoda en la forma y filósofo en el contenido, altanero y garboso, estratega y calculador, decidido en la hora de los riesgos.
Quiso ser, y fue. Rodrigo despegó desde una plataforma proletaria, jinete con bridas, con una inteligencia que lo catapultó a las comandancias. No era adocenado, sino singular y petulante. Enfático en el mando, diluido en el ademán. Su voz tenía eco lejano, portadora de ideas aceradas en el fragor de los acantilados. Era, en sustancia, un predicador. Orador fue y de los buenos. Ampuloso y declamador, artificioso, diestro para hacer gárgaras con las palabras. Eludió los compromisos que genera la pluma. A raíz del secuestro de Álvaro Gómez, escribió un tímido folleto para contar el agitado periplo de su rescate. Lástima. La cultura almacenada en su cerebro, habría respaldado sus inversiones en las letras.
Marín es un personaje histórico. Fue pedagogo y dejó discípulos. Desempeñó comandancias entre sus coetáneos, condecorado de galones vistosos. Fue tenso mentalmente, ufano de su patrimonio espiritual. Marín ha ingresado a la eternidad por la puerta de oro que solo Dios abre a sus hijos predilectos.
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