César Montoya Ocampo cmontoyao@hotmail.com
El argumento es la columna matriz de toda producción intelectual. Tener creatividad que atrape al lector, mantener los suspensos, encontrar salidas inesperadas en el relato y cautivarlo con estilo fresco y fluido. Ahí está el secreto. He de referirme a Sófocles y Aristófanes que rebasaron los límites de la imaginación para crear, en los linderos de la fantasía, un enmallado de circunstancias pavorosas el primero, ingeniosas y ocurrentes el segundo.
Obvio que no puede ser verídica la espantosa tragedia de Edipo, que el ciego adivino, Tiresias, le concretó en estas aterradoras revelaciones. Quien mató a Layo, “está aquí: pasa por extranjero aquí asentado, más pronto se verá que ha nacido tebano y no se alegrará de su fortuna: ciego en vez de vidente, mendigo en vez de rico, recorrerá tierras extrañas tanteando el suelo ante sí con un bastón; verán todos que es al mismo tiempo padre y hermano de los hijos con quien vive, hijo y esposo de la mujer de que nació y heredero del lecho y asesino de su padre”. Con “Antígona” Sófocles culmina la acuarela fatal sobre el desventurado rey.
Solo una mente prodigiosa es capaz de inventar un entramado tan macabro. Matar a su progenitor, -Edipo, el homicida-, casarse con la viuda -Yocasta, su madre- y tener hijos con ella que son también sus hermanos, constituyen hechos absolutamente inverosímiles que solo un demente grandioso pudo fabular.
“Lisístrata” es una comedia política, bastante divertida de Aristófanes que, con inteligencia pícara, urdió con magistral ingenio. Esparta y Atenas sostienen una confrontación bélica con barcos habilitados para los combates que escupen proyectiles mortíferos sobre las aguas del mar Egeo y soldados en tierra que con arcabuzazos certeros se hieren desde trincheras contrapuestas. Atormentadas las mujeres de los dos bandos que guerrean bajo el sino de la muerte, son comandadas por Lisístrata, una mujerzuela dominante, y -todas ellas- toman la decisión de cerrar las piernas, en una veda sexual inusitada. Sorprendidos los maridos, se ven obligados a suspender las rivalidades. Primaron los jolgorios apasionados debajo de los edredones sobre las urgencias de los fusiles.
Así reflexiona la cínica Lisístrata: “…si nos quedáramos en casa bien pintadas y nos paseáramos desnudas en nuestras camisetas transparentes de Amorgos, con el triángulo depilado y los hombres se pusieran calientes y quisieran acostarse con nosotras y no nos dejáramos sino que nos priváramos de ello, harían la paz en seguida. Lo sé bien”. Efectivamente, por los melindrosos atajos del sexo, en Grecia, en ese momento histórico, se logró la suspensión de hostilidades.
Si es escabroso el drama inventado por Sófocles que hace del destino una fatídica programación de sucesos malditos, la comedia de Aristófanes, sorprendentemente original, entretenida y graciosa, es una parodia festiva que utiliza el incontrolado apetito sexual para zanjar unas rivalidades bélicas. En Barbacoas, Nariño, tiempos ha, las mujeres copiaron a las griegas, le pusieron candado a las puertas fornicadoras para presionar al gobierno en la solución de unas demandas sociales.
El sexo subyuga y tiraniza. Es incontrolable cuando el apetito se desboca por una hembra, con estrechas caderas de guitarra, convertida en provocativo banquete de sabrosos bocados que jamás hacen hartazgos. Díganlo, si no, Julio César y Marco Antonio, lebreles falderos de Cleopatra; Alejandro VI padre biológico de Lucrecia y César Borgia; Eduardo VIII de Inglaterra que renuncia al trono, abatido por el amor de la indomable Wallis Simpson; el actual príncipe heredero de la corona de Gales, el aguanoso y desteñido Carlos, que se casa con la envejecida plebeya Camila Parker; Simón Bolívar sátiro incontrolado con mujeres a granel, ese Bolívar nuestro que se despedía de Caracas, trasmontaba páramos, se defendía de las fieras mortíferas, se hundía por las gargantas más bajas de las montañas, braceaba sobre torrentes peligrosos, dormía en casuchas habitadas por murciélagos, en recorridos de meses para ¡por fin! pernoctar en Quito, una sola noche, con su amada Manuelita; Rafael Núñez con su concubina Soledad Román; y ahora Mario Vargas Llosa, en romance escandaloso con Isabel Preysler, ambos con edad invernal, con oídos aturdidos que ya escuchan el timbre de la muerte.
El amor es así. Recatado en los comienzos, perseverante en los seguimientos, heroico en los celos, exorbitante en la pasión, generoso cuando pacta treguas, declamador en los reclamos, fácil para el discurso de las lágrimas, altanero cuando se pisan sus territorios, siempre desbordado y oceánico. Con meditada dimensión lo entendió Sófocles cuando transformó a Edipo en el ser más desgraciado de la tierra, y Aristófanes que armó una comedia jocosa en torno de las fornicaciones que abaten el orgullo masculino.
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