Estas dos palabras evocan los crímenes promovidos y ejecutados por agentes del gobierno argentino. Fue infernal el descontrol de las fuerzas militares que, tras un golpe de Estado, se apoltronaron sobre las bayonetas para estabilizar su imperio.
Isabel Martínez de Perón, ignorante e incapaz, fue sustituida por una Junta Militar. De ahí en adelante, Jorge Rafael Videla, Roberto Eduardo Viola, Leopoldo Fortunato Galtieri y Reynaldo Benito Bignone fueron los presidentes que implantaron el terrorismo de Estado y bajo ese amparo siniestro se desató el bandidaje oficial para esclavizar psicológicamente a la nación.
La elección como presidente de Raúl Alfonsín puso término a esa larga noche de terror. Para investigar la infinidad de punibles cometidos, el presidente creó la “Comisión sobre desaparición de personas”, presidida por Ernesto Sábato. En tres palabras sintetizaron sus objetivos: Verdad, Justicia, y Memoria. Corolario de ese trabajo fue el merecido presidio para los déspotas que abusaron del honor militar, más la publicación del extenso libro “Nunca Más”. Su lectura produce escalofrío.
Se había promocionado el “punto final” y también la suspensión de los procesos por “obediencia debida”. Sin embargo, la peregrinación de las Madres de la Plaza de Mayo, reunidas en torno al obelisco cada semana, mantuvo en ascuas el clamor de viudas, hijas, esposas y presionaron para que el congreso anulara la ley de impunidad y una nueva Corte Suprema de Justicia declarara imprescriptibles los delitos de lesa humanidad.
Más de 30.000 personas fueron desaparecidas en los gobiernos de los militares, llevadas a los panópticos o a casas adaptadas como cárceles en donde eran torturadas y, casi siempre, asesinadas. Pero antes tenían que pasar por un rosario de vejámenes. Venda de los ojos, choques eléctricos aplicados en las encías, las tetillas, los genitales, el abdomen y los oídos, apretón violento de los testículos, introducción por el recto de tubos, apaleamientos con varillas de hierro en las espaldas, quemaduras con instrumentos metálicos al rojo, despellejamiento de las manos y de las plantas de los pies, efectuado con cuchillas de afeitar, más puñetazos y patadas. Una mentirosa “seguridad nacional” sirvió de escarapela para justificar esa criminalidad desbordada.
La investigación adelantada acumuló más de 50.000 hojas documentales en las que las víctimas supérstites narran las monstruosidades a las que fueron sometidas. Todo fue quebrantado. El derecho a la vida, la imparcialidad de los investigadores, la integridad personal, la presunción de inocencia, la controversia de la prueba. El cúmulo de prerrogativas esenciales que protegen el derecho a la libertad fue desconocido con actos de barbarie. Las personas aprehendidas por los esbirros eran sorprendidas generalmente de noche, entraban tumbando puertas, sembrando el terror, golpeando brutalmente a quien buscaban, las encapuchaban, y luego las tiraban como bulto en los camiones. Quedaban incomunicadas totalmente, aisladas de sus familias, sometidas a suplicios de barbarie, y finalmente, después de los acribillamientos, muchas eran arrojadas -amarradas- a los ríos o al mar.
Por eso el Nunca Más.
Que es exactamente lo que buscamos en Colombia. Aquí el Estado no fue el verdugo. Fueron los grupos insurgentes que ya pactaron la paz, y es ahora la guerrilla decidida a ponerle punto final a sus desmanes. Se acabaran los incendios producidos por los cilindros de gas, las pescas milagrosas, la población desplazada, los secuestros, las extorsiones, la utilización de los niños en la guerra, los genocidios, los asaltos a centros urbanos, las muertes selectivas. Por el sendero de la verdad, la reconciliación, el perdón y el resarcimiento de las víctimas, en nuestra patria también aclamaremos muy pronto el Nunca Más.
Buenos Aires, octubre 6 de 2014
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