Así lo dijo un sujeto insolente, frase que Rubén Toro López transcribe al final de su novela "Maldito baile de muertos". Paradójico. Este escritor, después de muchos itinerarios por la geografía colombiana, regresó a su pueblo, compró una chagra en la vereda La Honda en donde vive, y atavió su casa campesina con internet para narrar lo que fabula.
Toro es un personaje insólito. Tiene una reluciente cabeza calva, incrustó en su nariz un manojo de alambres que deben dificultarle la respiración, se colocó en las orejas unos aretes de plata y las adicionó, al lado y lado, con unas puntudas torres receptoras de los mensajes que desde ultratumba recibe de los espíritus. Su mirada es esquiva, ama la soledad y asusta con su facha estrafalaria.
Es tímido. Habla poco y escucha mucho. Lo protege una introversión que gusta de los aislamientos. Tiene hálito de anacoreta. Ateo confeso. Ávido lector que regala los libros después de exprimirlos. Vive hacia adentro, como buscándose a sí mismo.
Toro es una estrella naciente en el mundo de las letras. No sabemos por qué hilo atávico le llega esa capacidad inusitada para inventar historias que acaparan al lector con interminables episodios. De esos parapetos de luces nace su cautivante obra intelectual.
Poco tiene que ver el título con el contenido de la novela, ni los relatos "Un tango para Manuel" y "Esta casa es mía", con lo que es el meollo de su joyería cuentística. Por cierto, la primera parte de la obra, la absorbe Francisca, una prostituta andariega, la segunda la acapara un alegato morboso con redes homosexuales y en la tercera, con impacto detonante, narra la imaginaria toma guerrillera de Aranzazu.
Toro palpa un fenómeno que no todos dimensionan. Escribió: Francisca "tenía por aprender que también somos los lugares de los cuales provenimos; aprender que traía en la sangre lo que ese pueblo era, y que la amarraba extrañamente a su destino".
Ahí está el filósofo y también el sociólogo. Además el literato. ¿Qué es una persona? Un acopio de circunstancias, una acumulación de culturas cohabitantes, el resultado de muchas influencias que de inmediato no se perciben. Lo escribió el poeta cubano Emilio Ballagas: "Soy un árbol, la punta de una aguja,/un alto gesto ecuestre en equilibrio:/ la golondrina en la cruz, el aceitado/ vuelo de un búho, el susto de una ardilla".
Borges que era erudito y además críptico, simplifica su universalidad en estas palabras: "Soy todos los autores que he leído, toda la gente que he conocido, todas las mujeres que he amado, todas las ciudades que he visitado, todos mis antepasados".
La damisela Francisca confiesa: "miro al pasado, y me encuentro con una vida que fui haciendo de a pedazos". De todo ese maremágnum aflora finalmente un estilo identificable, un perfil individual con capacidad para que los versátiles oleajes de la vida cincelen una impronta cultural.
Tiene Toro López un dominio baquiano para zurcir relatos. Cada hecho matriz surge condimentado con un aluvión de sugerencias.
La novela está coloreada con reflexiones de fondo, lo que demuestra que este autor medita lo que escribe. Rubén Toro abre ventanas para encontrarle al mundo un rostro novedoso. Hace apertura a la intemporalidad.
Una observación final: en Aranzazu nacemos los preferidos de Dios.
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