El doce de abril, domingo, después de sabatinas jornadas políticas, a las ocho de la mañana penetré a la iglesia de Marquetalia para integrarme al rito católico de la Santa Misa. El templo estaba atestado de campesinos que piadosamente hacían parte de la liturgia. Acostumbrado al cuchicheo de los rezanderos que oran en tono menor, me encontré, ¡oh sorpresa!, con un pueblo que a todo pulmón reza las oraciones, o clamorea con entusiasmo las partes que se cantan, configurando un coro majestuoso que retumba en el encerrado espacio del templo.
La gente no es pasiva en el desarrollo del rito sagrado; interviene, aprehende lo que místicamente le es propio, hace suyo el esplendor de las ceremonias. Desde el fondo de la iglesia vi al sacerdote Guillermo Parra Gutiérrez moviendo armónicamente sus manos, recogiéndolas a veces, o estirándolas con vehemencia de acuerdo con el contenido del Evangelio. Es un levita joven, con voz musical y sabe empenacharse para darle vida a la palabra de Dios.
Indudablemente hubo allí una reiterada pedagogía cristiana para lograr que ese pueblo por tradición devoto, saliera de los sigilos para vocear con aire triunfal el contenido eterno del mensaje divino. Primero Antonio María Hincapié, párroco histórico que los marquetones no olvidan, y ahora, Parra, apóstol convertido en misionero, educaron a los fieles para que le impregnaran emoción y tono alegre a sus sentimientos religiosos. Ese retablo vivo de la fe sacude el alma mística de todos los presentes para integrarlos a los ejércitos que proclaman la grandeza del Creador.
Afuera de la casa sagrada, se cruzaban los afanes de los campesinos, unos en nonadas parleras, otros que apresuraban el paso con los bastimentos caseros y aquellos en el Café Cosmopolita apurando nepentes con estruendoso fondo musical.
Gratos recuerdos nos quedan de Marquetalia. Allí llegamos por vez primera, siendo un pibe, con Gilberto Alzate Avendaño. Eran Maruff Abdalá y Benjamín Aristizábal aguerridos conductores que movían las olas crecientes de un pueblo conservador que reventaba de emoción cuando recibía del viático de la palabra ideológica. Se alborotaban las masas que desfilaban con estrépito, aparecían las murgas, irrumpían las bastoneras con sus vestidos blancos, soplaban los vientos azules que llegaban de las cordilleras colindantes. Alzate derramaba su prosa lírica sobre un tendido humano clamoroso que con su apretada presencia solo dejaba ver las negras coronas de sus cabezas. Después fueron Gerardo Zuluaga, José Dolores Aristizábal y Javier Pineda los líderes que padecieron una violencia atroz; superaron esa prueba de sangre y reinstalaron la paz que ahora signa el destino de la población.
Rige, hoy, los destinos del municipio el médico Lisandro Giraldo que se ha convertido en milagroso multiplicador de panes y de peces. Allí lo vi en contactos cariñosos con los campesinos, dialogando con ellos, sembrándoles esperanzas. Tenía presencia de cirineo para compartir el peso de la cruz que curva las espaldas de los labriegos. Giraldo ha sido profuso en realizaciones admirables.
¡Pueblos, pueblos del alma! Colinas verdes, gargantas montañosas, riachuelos humildes, cascadas de cristal, muleras al viento, machetes al cinto, pueblos metidos en el baúl de los recuerdos. ¡Cuánto los añoro!
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