Es un personaje encantador. Alto, ojos de agua, mirada titilante, cara lechosa, nariz fina, mentón simétrico, manos inquietas, con zanjones y peñascos la geografía de su cara. Lo signa un tic ligeramente tembloroso. Viste trajes claros de primavera, desafiando la canícula ardiente de la ciudad. Sobrino de Carlos de los Ríos, discípulo de Alzate, comandante -entonces- de las aguerridas brigadas azules que en Belén de Umbría obedecían ciegamente al Mariscal. Es torrencial el manantial que brota de sus labios. De esa bocatoma emana su fortaleza espiritual y la exquisita finura de sus producciones estéticas.
Fue en su juventud un desjuiciado tarambana, adicto a las bohemias, bailarín de acrobacias inverosímiles, enamorador de damiselas ataviadas con peplos baratos, novio de las brumosas alboradas que sabía alargarlas con nepentes afrodisíacos. Cómo no recordar los periplos báquicos con Jorge Mario Eastman, Germán Martínez Mejía y quien aquí escribe, con sabatinos encuentros en La Popa, en el recóndito Pereira, sitio para ensamblar amores, perdonar infidelidades o para iniciar romances de corta duración. ¡Cuántas madrugadas de tangos, cuántas cumbias y joropos fueron captados por nuestros oídos de bribones sinvergüenzas!
Era exitoso en los flirteos, convertido en bacán indestronable. Su magnetismo surgía de la habilidad literaria para ensartar historias, para desbocar los potros indómitos de su fantasía, o para abrir las esclusas de su memoria, rica en un rimero inagotable de oros poéticos.
Miguel es un ególatra de su música verbal. Saborea con delicia sexual el arroyo de las palabras que sabe emitirlas sin continencia, con timbre melódico. Las resbala por el paladar, las degusta, y finalmente las libera para impactar a los contertulios que, a su lado, reciben su viático espiritual con aplauso y admiración.
Ha sido esencialmente un literato, barruntador de prosas inolvidables. Orfebre sin par para desbrozar las entretelas del amor, quejumbroso y angustiado en los abandonos, exultante y lírico cuando cupido le abre los aposentos de los enredos sentimentales.
Pero también es un poeta dionisíaco. A la mujer le fabrica nichos adornados con pedrerías extraídas de los ricos filones de sus montañas fantásticas, en donde no faltan los nacimientos de aguas taumatúrgicas y los fogonazos de los rayos que estremecen el Olimpo. Grandes líridas le endosaron el riachuelo de las Euménides para que navegara acariciado por los céfiros. Cómo no ha de ser hermoso este decantado fulgor poético: “Recuéstate en el hombro/ de todos mis recuerdos de sonámbulo/. Te amo solo a ti./ Música tu. Aceite, pan y vino,/ carne, ardiente carne/jugo, fragancia ávida,/trigo dorado, luna desbordante”. Su libro de prosas y poemas “Cantos de Maldoror”, evidencia que nos encontramos frente a un Neruda redivivo.
Álvarez de los Ríos tiene un cerebro relampagueante. La avidez sin fatiga de sus lecturas y el parto diario de sus musas lo han convertido en el epicentro intelectual de Risaralda.
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