En el avión se oyen conversaciones en todos los idiomas. Hablan los europeos en el enigma de sus múltiples lenguas, se escucha la jerigonza de los gringos desteñidos y amonados y, por supuesto, son varios los acentos de los que hablamos español. Luce el "macanudo" argentino, la rapidez que se estampilla en las palabras "como un tiro" de los chilenos y, obviamente, el término "berraquera" que baila a flor de labio en las bocas de los antioqueños.
Somos turistas que vamos a conocer una de las "Siete Maravillas Naturales del Mundo". El municipio de Iguazú tiene construcciones modernas, sus casas, en una inmensa planicie silvestre, están espaciadas unas de otras, los hoteles atestados de pasajeros que a diario arriban de diversos países. Asombra ver el relevo, unos que llegan y otros que se van.
Estamos aquí con el propósito inmediato de conocer las cataratas.
El diluvio nace en una selva de 67.720 hectáreas. Fueron descubiertas en el año de 1542 por Alvar Núñez Cabeza de Vaca. Tiene 275 saltos. Los vehículos transitan por una carretera asfaltada, entre la maraña de una naturaleza virgen que desde la creación del mundo se derrama en surtidores caudalosos.
La salamineña Agripina Montes del Valle escribió una hermosísima oda al Salto del Tequendama. El río viaja tranquilo por la altiplanicie bogotana y súbitamente el terreno se despeña para encajonarlo y lanzarlo desde un alto peñasco a una hondonada de vértigo. Así escribió la poetisa:
"Tequendama grandioso
deslumbrada ante el séquito asombroso
de tu prismal riquísimo atavío,
la atropellada fuga persiguiendo
de tu flotante mole en el vacío,
el alma presa de febril mareo
en tus orillas trémula paseo".
Imposible imaginar la dimensión del canto de la poetisa, si hubiera conocido las cataratas de Iguazú, ante las cuales nuestro salto es un pobre remedo.
Sobrecoge, anonada, asombra este volcán de aguas que se juntan para desembocar en el abismo. Con el correr del tiempo, desde que Dios hizo esta inmensa geografía, esa desproporcionada hemorragia de la tierra ha logrado socavar, apenas, un visible semicírculo con una base de piedra invulnerable. El estruendo es apocalíptico. Los golpes sordos se multiplican por doquier. El oceánico caudal desciende en torbellinos inmensos y cuando hiere el continente rocoso que lo recibe, estalla en miríficas perlas que de inmediato se volatizan en el aire. En ese temblor que parece traducirse en sacudidas de la selva, se desprenden unas cortinas de nubes que se repliegan suavemente sobre el lecho del río. Hay que tener un oído impávido ante el estrépito, para soportar el coro de unas ninfas que jamás conocieron los milagros del silencio. Un coro de diez mil voces humanas sería poco en comparación con el vociferante y ensordecedor estallido de esta gigantesca mole de aguas indómitas.
Aún escuchamos su estruendo. Los ojos están abrillantados por esas gigantescas cascadas de vidrio molido. El asombro ante esa belleza sobrecogedora no desaparece. De ese tamaño es el prodigio.
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