Ciertos animales sirven de metáfora para ser comparados con destacados hombres públicos. Algunos tienen belleza descollante, altos y arrogantes, armoniosos en la estética repartición de sus músculos. Otros son lentos, medianos o pigmeos, excedidos en grasa, con la mirada clavada en la tierra. Cuando se quiere comparar un personaje de melena revuelta y temperamento agresivo, se hace un cotejo con fieras que mastican con mandíbulas destrozantes, con garras filudas, habitantes de las selvas de cobertura enmarañada. Allí se encuentran los bestias carniceras, de lengua larga, ojos cimarrones, ágiles en el salto cuando sorprenden y cazan a sus víctimas.
Los perros rabiosos y los buitres de vuelo sombrío, según Homero, devoraban las carnes de los vencidos en la Guerra de Troya. En Grecia corrió la versión de que Eurípides había sido destrozado por unos mastines salvajes.
El águila tiene profética presencia en la mitología griega. Es un ave portadora de presagios. Zeus, desde el Olimpo, transformaba en águilas a sus dioses satélites y los enviaba a cumplir misiones específicas. Al emperador Octavio Augusto un aguilón lo sorprende en un ágape, le arrebata el pan y poco después desciende de los aires para devolvérselo. Un águila conducía las legiones de Vitelio y su ingreso a Roma se hizo protegido por un séquito de ellas.
Cuántas veces hemos leído alegorías centradas en Gilberto Álzate Avendaño, que era un astado hercúleo, vigoroso y bravo, a veces con ojos fieros inyectados de cólera, de pecho potente y cuello con un torbellino de tendones de acero. Tenía plexo de gladiador. Brazos fornidos, pecho abierto, inmune a los vendavales adversos, y caminaba como un militar. Álzate se desfogaba en rugidos cuando las circunstancias le eran hostiles. En cambio, en las bonanzas políticas, que no fueron muchas, era dócil como un lebrel.
Silvio Villegas era un tigre. Bajo de estatura, mirada felina, troglodita en sus diatribas, valiente para los zarpazos. Alambraba su lenguaje de púas, rabioso en el ágora, magnífico animal de presa en el parlamento.
Fernando Londoño era un potrillo, de paso fino, cara amable, gesto pulido, voz musical y maneras exquisitas. Era un encanto verlo en la tribuna. Los ademanes controlados, los dedos dúctiles, comunicadores en su idioma de ondulaciones móviles, con atuendo de príncipe y labios perfectos para los ensalmos literarios.
En la política también hay vacas locas. Son personajillos de lengua imprudente, además ingratos, que poco piensan antes de hablar. Hacen miñocos infantiles cuando, como chiflados de atar, se acuestan en los ataúdes, cambian el color azul por un rojo de escándalo, son embaucadores y mentirosos. Ellos asaltan los comandos de otros partidos y procuran destituirlos por unos lacayos alcahuetes. Son lagartos y se arrastran, sinuosos como las culebras, ávidos de mendrugos. Pertenecen a la fauna de los cuadrúpedos, con sus pezuñas escarban la tierra, levantan polvaredas, y finalmente mugen con desespero. Se desplazan por los potreros de la política, no tienen olfato, son desmadrados y serviles, expertos en ensuciar los nacimientos de agua y son hábiles para correr linderos.
La política es un mosaico de animales. Unos gustan de las vaquillas de ubre escurrida y otros nos quedamos con los toros de casta, que embisten con nobleza para provocar explosiones de júbilo en los tendidos.
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