El poder civil se plegó ante Gabriel García Márquez, en la celebración de sus 80 años, en Cartagena. Ahí estuvieron el rey Juan Carlos y Bill Clinton, expresidente de los Estados Unidos, más todas las academias americanas del idioma español. La majestad de quienes gobiernan en la tierra, se hincó ante el hijo de Aracataca, un partero de literatura genial.
A Gilberto Alzate Avendaño, cuando era el dómine de la política de Caldas, sus áulicos le reprochaban el trato consentido que le daba a Fernando Londoño y Silvio Villegas, sus adversarios, a quienes, con su fuerza electoral, los hacía elegir parlamentarios. Alzate, otro dios de genio chispeante, contestaba que él no podía descabezar a quienes eran el símbolo de la más depurada intelectualidad de su departamento.
Las anteriores referencias tienen que ver con el gobierno de las letras. Sin estas, dice Don Quijote “no se podrían sustentar las armas, porque la guerra también tiene sus leyes y está sujeta a ellas que las leyes caen debajo de lo que son letras y letrados”.
Los que conquistan el poder, tienen su escritor preferido que les fabrica los discursos. Para Federico el Grande fue Voltaire, Goethe para Napoleón y Napoleón lll tuvo que soportar, para desgracia suya, la antipatía de Víctor Hugo. Los poderosos son esclavos de quienes manejan la pluma o la palabra. Solo la imagen las supera. La imagen se convierte en símbolo. Un rey de Francia hizo del sol su proyección histórica y Macondo golpea la imaginación.
La palabra y la pluma trascienden el ser humano. La primera es alada, se resbala morosa sobre la superficie papilosa de la lengua, es dulce en los labios, invade oídos y retumba con eco fuerte en el ágora. Es motor que catapulta, fuerza que destruye talanqueras, río que desborda diques. Ella combina realidades y fantasías, alimenta quimeras, descubre secretos, apuntala verdades, profetiza y consolida principios inamovibles. La palabra puede ser mansa como agua de manantial, escurridiza por acequias camineras, aceleradas y peligrosas cuando se entuba y pierde el cauce.
La palabra es el arma de los oradores. Parece que el orador, como el poeta, nace. La naturaleza pródiga, lo viste y lo engalana para el señoreo de las tribunas. Físico garboso, garganta altisonante, mirada firme, ademanes contundentes y mucha fluidez verbal. La oratoria no es un monólogo sino un conversatorio con el expectante público que se extrovierte en miradas aplaudidoras, en gestos emotivos y paréntesis reflexivos. Quien se apodera del ágora siente la temperatura que surge de la gente que lo escucha, y una corriente eléctrica hermana al tribuno con el vasto público que aprehende los mensajes.
La palabra no es materia inerte. Ella nace, crece, se multiplica y nunca muere. En el diálogo se conocen las personas. Unas pronuncian frases mofletudas, desgarbadas e imprecisas. Estas corresponden a los temperamentos anodinos, deformados y pobres espiritualmente. Las de aquí tienen un vocabulario matemático, sobrio y sencillo. Nace de mentes exigentes que utilizan la autocrítica para evitar lo superfluo. Acá surge el mensaje ampuloso, florido y epidérmico. Es el tribuno cuya parla navega sobre las encrespadas aguas del océano, con bajíos asustadores y altaneros oleajes que se extinguen en los compactos farallones.
Las palabras son seres vivos. Tienen ojos, olfato, oído, tacto, olor y se acomodan a todas las circunstancias. Son horizontales o verticales, se ponen coturnos para sobresalir o prefieren los alojamientos silenciosos. Dios hizo la palabra cuando en la aurora del universo utilizó el verbo “hacer”.
Réstanos hablar de la pluma que, según Don Quijote “es la lengua del alma”. Escribir es parir, casi siempre dar a luz con fórceps. Marco Fidel Suárez pulió en doce años su Oración a Jesucristo. Cómo es de ardua esa introversión para pergeñar un corto escrito, que le hizo descubrir a García Márquez esta insólita verdad: “…soy muy bruto para escribir. He tenido que someterme a una disciplina atroz para terminar media página en ocho horas de trabajo”. Cien Años de Soledad fue escrita en dieciocho meses de absoluto encierro.
Perdura lo que se escribe; es volátil y de vida efímera la palabra que desaparece en la oquedad. El escritor es un notario, analiza, medita y finalmente convierte el papel en medio para estampar en él sus cogitaciones. Es un hacedor de relatos, convertido en puente entre la imaginación y la realidad.
El uso de este sitio web implica la aceptación de los Términos y Condiciones y Políticas de privacidad de LA PATRIA S.A.
Todos los Derechos Reservados D.R.A. Prohibida su reproducción total o parcial, así como su traducción a cualquier idioma sin la autorización escrita de su titular. Reproduction in whole or in part, or translation without written permission is prohibited. All rights reserved 2015