Sabemos que la palabra lo es todo. Dios fue el primero que la utilizó para crear el mundo. “Hágase” y el universo fue.
Mark Twain escribió un opúsculo emotivo sobre la presencia solitaria de Adán en el paraíso. Sorpresivamente vio un ser de cabellos largos, de lengua suelta y caminadora por los andurriales del edén. Se le escondió, pero ella con la colaboración del olfato de un león, lo encontró reposando en una guarida. Debió retornar a su refugio.
Ambos descubrieron que tenían lengua para hablar y oído para escuchar, y se fueron conociendo a través del diálogo. Ella le dice que se llama Eva y que fue hecha de una costilla suya.
Dadas sus condiciones de ser coqueta, lo engatusa y lo enreda para hacerlo comer de la fruta prohibida. Después de saborearla, Adán descubre que tiene a su lado un frágil monumento estético, de ojos profundos y curiosos, con una cabellera transformada en un vistoso volcán de oro, con labios que incitan a exprimirlos, con unos pequeños promontorios vibrantes en su pecho, glúteos morbosos y redondos, y un oculto y afelpado imán que lo domina.
La palabra tentadora de Eva y el flexible corazón de Adán condenaron a la humanidad a padecer cataclismos materiales, y a socavar el alma con pecadoras tentaciones. Conversando, nuestros padres se quisieron más, tuvieron contrapunteos de celos, sufrió Adán pasajeros desengaños cuando su mujer lo desganaba, lo martirizaron los despechos y bebió la cicuta de las agonías amorosas. Después de las ojerizas hicieron reconciliaciones y enmallaron intimidades para multiplicar el milagro de la vida.
Sin la palabra no existiría la religión católica. El predicador Jesús expandió su evangelio levantando púlpitos, dándole poder taumatúrgico a su voz celestial para resucitar a Lázaro, deteniendo con su verbo colérico el linchamiento de María Magdalena.
El amor tiene como ámbito propio el diálogo de las parejas. Se ama con el susurro de las palabras, con las interjecciones sofocantes después del éxtasis, con la dulzura de los mensajes que salen de la ternura de las
madres.
Qué es una constitución o una ley, sino el verbo hecho sustancia, afincado como eslabón rocoso para estabilizar el destino de una nación.
Qué es la justicia si no la palabra transmutada en sentencia, fuente de verdades, faro que permite distribuir lo que a cada uno pertenece.
Grecia es Demóstenes, Italia Cicerón, España Emilio Castelar y Colombia Laureano Gómez. Ellos personificaron el discurso, fueron palabra convertida en manantial.
Todo lo escrito es un apotegma estelar, menos en Venezuela. Un juez condenó a Leopoldo López por “usar el arte de la palabra”. La anterior frase aparece en la sentencia transformada en paredón para fusilar a un inocente.
Hoy, hablar, sembrar mensajes, tener garganta para cantar verdades, es un delito en la patria de Bolívar.
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