Impresionó, en la reciente Convención Nacional del Partido Conservador, la presencia entusiasta de la juventud. De los 6.000 asistentes, el 70% tenía una edad inferior a los 35 años. Nuestra colectividad, en síntesis, contra pronósticos de mal agüero, tiene empuje vital, presencia aguerrida, es suya la indisciplina que emana de sus explosivas energías acumuladas. Estamos frente a un partido rebelde, que no se deja enclaustrar bajo cilicios penitenciales. Es libérrimo y altivo.
Enemigo, -sí-, del alcanfor como tonificante del débil corazón. Nuestro partido está sacudido por potencias creadoras, siempre nuevo, desordenado a veces, hostil a los ocasos, transformado en manantial de alboradas. Sorpresa grande se debieron llevar quienes pensaban que estábamos agonizando.
¿Agonizando? Si nuestros críticos se hubieran enterado de ese pulmón azul, multitudinario, díscolo pero invicto, que en la Convención gritó a rabiar, hizo rechiflas, aprobó con entusiasmo, abucheó a los que pretendieron hacer asaltos piratas, silbó a una autocandidata presidencial que es un embutido del uribismo, y apuntaló como un hito su invencible vocación de futuro.
¿Agonizando? Allí vimos indígenas de tez morena, caras como breñas abruptas, cuerpos macizos y unos penachos airosos convertidos en floreros de vegetales selváticos. Allí campesinos con los corazones extasiados bajo el son del himno triunfal, vestidos con telas domingueras, estrenando botines con base de carramplones bullosos. Allí quinceañeras angelicales, tiernas palmeras con aroma vegetal. Allí mujeres aguerridas, con las frentes tajadas por los surcos que dejan los trajines de una existencia sin socorros providenciales. Allí los hombres fornidos, guapos todos, con miradas titilantes, transfigurados en soldados espartanos para defender nuestra heredad. Allí nosotros, caminantes baquianos, curados contra los sustos, con pecho ancho y corazón guerrero, no intimidables por ningún fenómeno de la naturaleza y mucho menos con pánico huidizo frente a los arcabuzazos de los contrarios.
En uno de los diarios desesperados de Sándor Márai, escribió: “Quien sigue en este mundo después de cumplir los ochenta se limita a llevar una existencia vegetativa, no una auténtica vida; a estas edades ya no se vive por algo, simplemente se vive”. Estorban los seres caducos que atascan caminos, enturbian aguas, corrompen la sal. ¿Qué hace un dinosaurio dirigiendo un partido político? Las conflagraciones electorales las deben comandar los hombres nuevos que buscan dimensiones grandes en las altas entretelas de los compromisos verificables. Es un crimen, como lo escribiera Arias Trujillo, que un fósil petrificado se atraviese “como mula muerta” para atajar o dificultar la renovación de las élites. La juventud busca y necesita horizontes, espacios para sus ambiciones. Bendita la democracia que se airea con jardines humanos de vocaciones heroicas.
Se debe buscar el calor viril del hombre joven. Es grato ese olor de los 20-40 años, esa altanería inmarcesible, ese espíritu de ímpetu retador. Los viejos hablan del pasado porque no tienen futuro. En cambio son anárquicos, bizarros, petulantes, engreídos, estos mocetones que enfrentan el destino con optimismo, seguros en sí mismos, que añican y se burlan de quienes son predicadores de nostalgias.
La vida es alegría, vitamina dionisíaca, desbocamiento hacia linderos lejanos. “La vida comienza mañana” escribió Guido Da Verona. Cada amanecer está impregnado de eternidad. En ese fortín de trincheras inderrotables desembocan los sacudimientos de grandeza, con la protección de zodiacos milagrosos. La “fortuna” ampara la juventud.
Cosechamos estas reflexiones en la Convención de mi partido. Quedamos saludablemente emocionados con el renacer de un conservatismo vocinglero, irreverente, con la mirada clavada en las estrellas. Somos pregoneros de futuros.
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