Sándor Márai en su libro “Lo que no quise decir” escribe: “Un rasgo característico de los húngaros ha sido siempre su “dulce pereza” -así expresó un gran poeta esta conducta típica- una pereza agridulce, lúcida, felizmente decadente”. Con sentido metafísico, Pessoa diserta sobre “la dulzura dolorosa”, como fuente de mareos espirituales.
Para muchos la pereza es una quietud que paraliza el cerebro y todas las energías físicas. Es el anciano con bastón añoso, que camina hacia ninguna parte, quejoso de sus dolencias, horro de preñez intelectual, rodeado de sombras. Es el pensionado desidioso, dormilón y estático, con estómago cerdoso, con las bodegas de la mente, vacías. Es el que envejece antes de tiempo, indolente y paquidérmico, convertido en un bulto de carne.
No enfada la pereza que medita, la que sustenta cavilaciones, dinámica y creadora. La “pereza dulce” tiene otra dimensión. Se engarza en meditaciones hacedoras, de pronto es la molicie pensativa que le permitió a Newton, desgonzado bajo un árbol frondoso, descubrir la teoría de la gravedad. Se transforma en manantial lírico cuando se cohabita con las musas y los ensueños abren las compuertas de un mundo etéreo posible. La pereza de los artistas sacudidos por adivinaciones celestes, hace milagros. Un sordo de pocos movimientos físicos, Beethoven -pero con sensibilidad de genio-, es el autor de sinfonías que son un fármaco para el alma. Neruda fue un burgués holgazán, adicto a los banquetes de carnes vivas, al licor y al descanso haragán. Pero sus ocios los ocupaba para enzarzar odas gloriosas. Los pintores se ambientan en una “dulce pereza”. Con desgano mueven la paleta, combinan colores, y abren las esclusas de la imaginación. Es Botero con sus gordas, Greco con sus figuras largas que parecen levitar, Miguel Ángel dándole elocuencia a la escultura de David. Los florentinos la cuidan como una joya divina.
Itagüí, en el Valle de Aburrá, celebra en el mes de agosto de todos los años, el día universal de la pereza. Los paisanos sacan sus camas a la calle, construyen toldos, arman hamacas, y algunos, en trípode de piedra, organizan fogones para cocer comidas rápidas. Utilizan un lenguaje arrastrado, alaaaargan las palabras, bostezan, duermen, roncan, paran el reloj de la vida y crepita el relajo en todos los corazones. Por doce horas son unos sinvergüenzas entregados a la molicie, cancelan las disputas familiares y los novios suspenden sus intimidades. La gente sale en piyamas, todos con indumentaria liviana, exhiben trastos viejos, los pilones para trillar el maíz de las mazamorras y no faltan las bacinillas que a escondidas utilizan los párvulos.
Pijao -Quindío- fue escogido como el municipio del ocio contemplativo. El tranquilo conglomerado vive una permanente fiesta musical. Dos quebradas de aguas abundantes, subterránea la una, la otra de lecho abierto y velocidad arrolladora que muerde sus calles, son una orquesta melodiosa que transporta a sus habitantes a una inacabable placidez auditiva. Tierra adorable para deambular despacio, mirar contemplativamente los arreboles de las nubes, descansar de la pereza, hacer tertulias con amigos, envejecer sin darse cuenta, y aprehender un silencio de paz. Su clima es tibio como las cobijas que usan los enamorados, esconde picardías y travesuras inocentonas, y sus mujeres tienen cuerpo deportivo y belleza tropical.
Pijao rechaza la velocidad, las citas inmediatas, los compromisos urgentes. Está vacunado contra el infarto. Itagüí trasnocha, le es grata la posición horizontal, rechaza las alboradas que lastiman el oído, y si los rayos solares de la mañana suben la temperatura de los cuerpos, el ingenioso escapismo de los paisas corre cortinas, ahueca más las almohadas, y prolonga los amores con Morfeo. Tuvo razón Azorín cuando escribió que “en los pueblos sobran las horas”.
La juventud rechaza la “dulce pereza”. La primavera vital es dinámica, cargada de dinamita, agalluda e ilusa. Es vertical y no se cansa. Es de acero.
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