¿Ha muerto Maquiavelo? ¡Qué va! Los políticos frente a esta figura asumen dos posiciones. La primera es hipócrita: denigran de él. La segunda es soterrada: lo convierten en ideólogo de cabecera.
Fue Nicolás Maquiavelo un personaje de difícil ubicación histórica. Tomó como fundamento para sus doctrinas la vida procelosa de César Borgia, hijo del papa Alejandro Vl, además secreto amante de su hermana Lucrecia. El pontífice fue un corrupto que hizo del Palacio de San Pedro un escandaloso lupanar. A su vástago amado, lo hizo obispo de Pamplona a los 16 años. Arzobispo de Valencia a los 19. Y cardenal a los 20. Casi se hace elegir Sumo Pontífice de la Iglesia Católica. César Borgia hizo de su vida un periplo criminal.
Maquiavelo calcó la existencia de semejante monstruo, analizó sus gestas, encontró imitable su diabólica condición, jerarquizándolo como estereotipo del buen gobernante. Quien tiene la rienda del poder debe atrincherarse detrás de una malla de apariencias. Decir a medias la verdad, siempre mentir, dominar el arte del disimulo, fingir, revestir con artificios lo que se hace en la secuencia de los días, pisotear la moral, subordinar los principios éticos a las necesidades impostergables del Príncipe. Nada falta en este decálogo bribón.
Ahora Robert Greene ha escrito un abultado libro que clona la filosofía perversa de Maquiavelo. "Las 48 Leyes del Poder" es un vademécum para los políticos izquierdosos que utilizan medios amorales, -los que sean necesarios-, para lograr un fin. Todos sus capítulos precisan los derroteros que, según el autor, debe seguir un hombre público. "Nunca le haga sombra a su amo", "Nunca confíe demasiado en sus amigos"; "Aprenda a utilizar a sus enemigos", "Disimule sus intenciones", "Diga siempre menos de lo necesario", "Haga que la gente dependa de usted", "Aplaste por completo a su enemigo", "No se comprometa con nadie", "Desempeñe el papel del cortesano perfecto", "Domine el arte de la oportunidad", "Revuelva las aguas para asegurarse una buena pesca", "Sea cambiante en su forma"… Qué abismo reflexivo se hará el lector sobre este testamento doctrinario que fija la ruta a seguir por aquellos que conducen las veleidosas querencias del electorado. Aquí no hay escrúpulos morales sino un crudo cinismo que se coloca en vitrina para escándalo de los ingenuos que desconocen los oscuros meandros de la vida pública y para regocijo de quienes se burlan de los ingredientes cristalinos de la ética.
¡Qué horror! El mensaje que deja Robert Greene no puede ser más desolador desde el punto de vista de la moral. Aconsejar desplazamientos por senderos enlodados, echar al piso la virtud, hacerle ditirambos a la proclividad, es una sucia tarea inconcebible en un predicador que penetra en los mercados de quienes tienen avidez por la cultura.
El autor toma como directriz el pensamiento artificioso de Maquiavelo. Éste predicó: "Todo hombre que intente ser bueno todo el tiempo terminará arruinado entre la gran cantidad de hombres que no lo son". Y remata con Napoleón: "Cubre tu mano de hierro con un guante de terciopelo". Hasta aquí la teoría.
En la práctica, -escribo sobre el mundo electoral de aquí y de allá- la política se hace sin hígados. No hay piedad, ni límites para combatir al adversario. La palabra se transforma en foete feroz, la pluma se desborda, el ataque es mansalvero. Cuántas mentiras se oficializan para destruir la reputación ajena, cuántos discursos se utilizan como arma de guerra para volver añicos la fortaleza del contradictor. La calumnia se convierte en daga mortífera. La síntesis de este sermón sale de los labios de Alzate Avendaño que manejaba con desengaño las realidades. Decía: "¿Amigos? ¡no hay amigos!".
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