La lectura abre puertas. Explaya horizontes, permite viajar hacia territorios íntimos, hunde en introversiones, da libertad para que la imaginación haga peregrinajes inverosímiles y en esas lontananzas por las que se escapa el alma, algún sedimento queda para las malicias.
Es increíble que el nombre de Guido circule intensamente en “La Divina Comedia”, con trepidaciones espasmódicas en los infiernos, cobardón y arrepentido en el purgatorio, elegante y vistoso en el paraíso. ¿Por qué Dante le da tanta representatividad en las lóbregas prisiones de Hades, con máscara de espanto, achicharrado como los otros réprobos? ¿Por qué lo muestra elemental y contrito en esa estación intermedia que le quita las manchas a los espíritus? ¿Por qué lo exhibe orondo y pechilanudo en el teatro beatífico que preside la Divina Trinidad?
Un condenado, en calderón hirviente de bochorno inverosímil, con ojos cosidos con alambre, interroga: “¿en dónde está mi hijo?”. Es el alma llorona del progenitor que pregunta por Guido, su descendiente, mientras desesperado anda en cuclillas sobre una parrilla de carbones encendidos. Aterra en esta escena un difuso concierto lejano de alaridos que acongoja, aún más, ese tétrico espacio de dolor.
Surge de pronto Guido guerra. Debió ser, en vida, desleal y farsante, pendenciero, malaclasudo y borracho. Hace contorsiones estremecedoras, “desnudo y destrozado”, mientras el
diablo le hunde por el vientre una barra roja que hace chirriar sus intestinos.
Guido, acompañado de Angiolello, en barcaza cargada con detritus, direccionada por Carón el barquero de los infiernos, agita las aguas de Estigia, laguna de hediondez insoportable. En la brizna de un segundo, el azaroso timonel los arroja al bullentelago, víctimas de traición. Se desconoce el origen de la homicida felonía. Se ahogan y son sumergidos en los sombríos territorios de Plutón.
No hay detalles sobre “el alma criminal” de otro Guido. Lo cierto es que está confinado en el averno, pagando pecados carnales, el asalto nocturno a las literas de las niñas vírgenes y el asedio mezquino a las relaciones conyugales que supo averiar con perfidias. Este Guido, como aquellos con quienes comparte temperaturas que derriten metales, asusta con su envoltura repulsiva. Tiene alas chamuscadas, pies convertidos en pezuñas ásperas, serpientes enroscadas en su cabeza, y vomita fuego por su boca desdentada. Además, su conciencia está podrida. Fue ladrón, asaltó, desvalijó viudas, creó pánicos para realizar, pistola en mano, atracos a los bancos, y también fue asesino por contrato.
Dante encontró tres guidos en el purgatorio. El primero –Guido del Luca- parece que fue envidioso. Para El Altísimo los codiciosos son pecadores de rango inferior; son veniales sus desvíos. No tienen el feroz apetito de los bandidos, ni son taimados como los estafadores. No fueron corruptos, ni corrieron linderos dolosamente, ni desviaron las aguas para producir pánicos de sed. Quebrantaron levemente las leyes de Dios con liviandades de poca monta. Por eso no gozan a plenitud de las delicias celestiales; tampoco aguantan llamaradas calcinantes que los revientan de dolor. Se encuentran en un espacio intermedio con ligeros padecimientos.
Anduvo por esos territorios intermedios, el anciano Guido de Castel. Cargado de hombros, con ropa andrajosa, zapatillas averiadas, pecho cerdoso, mirada triste, mohino y aislado de sus demás congéneres, todos metidos en una paila detersiva.
Por último, en el purgatorio hacía gala de estoicismos el poeta Guido Guionicelli. Este confesó: “…estoy purificándome después de haberme arrepentido en la hora de la muerte”. Mensaje aleccionante para los contritos
pecadores.
Solo un Guido -uno solo- fue hallado en el paraíso. Era conde. Al lado de Dios, lucía capa rumbosa orlada con festones de oro, zapatillas de algodón para caminar sin ruido, perfumado el cielo con sus aromas orientales. Parece que fue gobernador de un pequeño estado, por los lados de Judea.
Si fueron muchos los guidos en el infierno y otro tanto en el purgatorio, queda la preocupación de por qué tan solo uno goza de Dios en el olimpo celestial.
Una acotación final: Guido Novello de Polenta ¡otro Guido! quiso coronar a Dante Alighieri por su trascendental significación en las letras latinas. El autor de “La Divina
Comedia”, despreció los laureles.
Cualquier parecido con la realidad es mera coincidencia.
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