Es paradójico afirmar que se requieren adversarios, en todos los frentes, para sobresalir. Sobre todo, para triunfar. La vida es una guerra a codazos, y cuando uno toma la delantera quedan muchos, rencorosos y aturdidos, a la vera del camino. La política hace trizas el código de urbanidad. Hay conductores con apetitos carnívoros, que buscan destruir a los rivales, obsesionados por el éxito. Los cortesanos sirven para las salmodias, irremplazables en el manejo de turíbulos, fáciles para los pleonasmos aburridores. El que tiene sangre de guerrero es radical en sus objetivos, se acoraza en radicalismos, así el mundo se hunda debajo de sus pies. Es agalludo, voraz, dominante, impávido como un acantilado. Acepta los armisticios si él se queda con el botín. Todo es una contienda, un implacable enfrentamiento. Hay que amurallar la vida contra la coquetería de los placeres.
El adversario, en todos los campos, debe ser milimétricamente controlado por ojo hostigador, seguirle la hebra de sus huellas para detectar sus movimientos, conocer los sitios que visita, y espiar qué amistades frecuenta. Estimula tener enemigos significativos y entre más destacados sean, más eficaz es el aguijón que incentiva las arduas confrontaciones. Alzate en su indagatoria expresó que sus enemigos “están muy bien escogidos”. Los émulos deben ser frenteros, espadachines ágiles, que activen las vigilias, mantengan el ánimo despierto y fortifiquen el corazón. En lo posible, la rivalidad debe ser entre pares. Fuera los pigmeos.
Una de las formas de la legítima defensa es huir hacia adelante. Tener “un miedo agresivo” como el que sacudió a Napoleón frente a los peligros que asediaban a Francia, según cuenta Ferrero en “El Poder”. Quien ataca con fiereza de león, lo hace transformado por ese gigante que se llama miedo. Escribía Spranger que “no hay héroe sin heridas después del combate”. Solo se puede concebir la vida en las comandancias, comprometida en las barricadas. No hay que esperar refuerzos exteriores, ni milagros de una beatería providencial. Todo se desenvuelve en medio de tensiones, salvando obstáculos, con el imperio de una voluntad jamás medrosa. Para vencer se debe ser rápido en los conceptos y seguro en el golpe. Hay que desbordar al que se enfrenta, aturdirlo con mazazos contundentes.
Nada de envalentonamientos cuando se lanza fuera de los cordeles al adversario, ni periclitar cuando llegan las derrotas. El que tiene la protección de los hados, es abierto y pródigo en el triunfo, escrupuloso para administrar la victoria, precavido y estoico para soportar las desventuras. Tiene fortaleza para defender sus trincheras y guapura para vencer a sus contrarios. Para él fue escrito este proverbio chino: “Siéntate tranquilamente en el dintel de tu casa y verás pasar el cadáver de tu enemigo”.
La impavidez cubre de bella insolencia el trajín de los días. Hay que afirmarse en un Yo mayestático, con solidez inamovible. En la guerra triunfan los cerebros fríos, los que saben hacer crochet con las hilazas de la vida. No se debe buscar una popularidad pasajera, ni ser relumbrón de una sola temporada. El político de garra crea las circunstancias y se sirve de ellas. Finalmente, nada de incertidumbres.
¿Cuál es la meta del político? ¿Por qué mata simbólicamente a su contraparte para quedar solo en la pista? ¡El poder!, golosina deliciosa, manjar celeste, condumio de los dioses.
Napoleón incrustó para la historia estas palabras: “El Poder es mi querida. He hecho demasiado por conquistarla para dejármela arrebatar o sufrir que la codicien. Aunque digáis que el Poder ha venido a mí por sí mismo, yo sé cuántos dolores me ha costado, cuántos insomnios, cuántos proyectos”.
Alzate le pone fin a este microartículo: “¿Amigos? No hay amigos”.
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