Todos los que aspiran a ser parlamentarios saben qué deben hacer para salir elegidos. Saben qué inusitada dinámica deben desplegar para obtener los votos. Saben que en la contienda no están solos, y que los rivales también se meten a sus predios. Saben cuánto cuesta una curul. Saben de las deslealtades. Saben que, en política, la fidelidad es una planta exótica.
¿Con quién trabaja un político en los pueblos? No con los pasivos, no con los indolentes, no con los camanduleros que no salen de la iglesia.
El líder municipal debe ser baquiano para abrazar con palabra de embrujo a los parroquianos, manejar la lengua como una barbera, diestro para las promesas y recursivo para las excusas, exportar alegría y optimismo, contundente y guapo en los puñetazos, perito para montar cátedra en las esquinas, hábil para ponderar la grandeza de su candidato y la pequeñez de su adversario.
El demagogo de pueblo es fiestero, gusta y se excede en el licor, casi siempre es mal marido y tiene sucursal, es maquilero en los juegos de azar, es frívolo y fanfarrón. A nada le da importancia. Mantiene informado a su patrón de las seducciones que ha hecho de nuevos adherentes, le da el número de los celulares para que el parlamentario, desde Bogotá, los llame y los mantenga con la temperatura alta, como símbolo de la importancia que tiene el conquistado y de paso para ponerse a su incondicional servicio.
La clientela directiva del político es indócil y celosa. Cuida que su amo no lo margine. El parlamentario debe alimentar por la red telefónica a sus áulicos y asegurar que se entiende únicamente con ellos. ¡Ay que presienta que su líder llama a otros! Entra en crisis, se pone nervioso e indaga por la causa de esas vinculaciones que él no aprueba ni justifica. Acepta el ingreso de nuevos prosélitos pero comandados por él.
Es apenas natural que los candidatos para las alcaldías y concejos salgan de esa clientela alborotadora. Entre los demagogos de las aldeas se van conformando unas pequeñas y suspicaces capillas. Y con talento intuitivo se reparten las posiciones. El que se encarama a la tribuna y le habla claro al parlamentario y además le canta la tabla, sirve para alcalde. Los que agitan las veredas y llevan al día el escrutinio de los electores pueden ser concejales. Y para evitar las riñas se reparten las pocas posiciones que tiene el municipio. Tú serás personero, tú tesorero, tú te encargarás de la movilidad con el compromiso de contratar con mis recomendados las rocerías de las carreteras veredales, tú serás secretario del Concejo y además asignan a dedo quiénes deben ocupar las secretarías. El alcalde elegido llega amarrado a la administración.
Y pensar ¡ay! que ahí están los que mandan en los municipios. Después de que se aprobó la elección de alcaldes y gobernadores, los pueblos se aplebeyaron. El rasero está abajo, en donde se consiguen los sufragios. Cuántos votos tienes; eso vales.
La transformación de la vida administrativa de los pueblos ha sido abismal. Es alcalde el profesional bochinchoso. Y concejal el que tiene pulmón estentóreo, y maneja una recua humana con vocablos groseros.
Van desapareciendo de la escena los que fueron formados en otra cultura. Cuando eran los patricios los que prestaban gratuitamente el servicio como ediles. Cuando eran alcaldes varones consulares. Cuando las prédicas se hacían a base de mensajes doctrinarios y el ágora temblaba de emoción bajo el derrame prodigioso de oratorias iluminadas.
Ahora no. La demagogia se empotró en la política colombiana.
El uso de este sitio web implica la aceptación de los Términos y Condiciones y Políticas de privacidad de LA PATRIA S.A.
Todos los Derechos Reservados D.R.A. Prohibida su reproducción total o parcial, así como su traducción a cualquier idioma sin la autorización escrita de su titular. Reproduction in whole or in part, or translation without written permission is prohibited. All rights reserved 2015