César Montoya Ocampo cmontoyao@hotmail.com
La corrupción está de moda. Es una peste que invadió los pueblos latinos desde la cúpula de los gobernantes, pasando por los parlamentos, inficionando la justicia, incorporándose en los cuerpos militares y relajando el concepto de ética, valor moral transformado hoy en pacotilla.
Lo peor es la indolencia social frente a este cáncer. Esa tolerancia que convive con los pícaros, ese amasamiento con los bribones, es una hecatombe de los principios que, hasta hace muy poco, eran un hito inmaculado que signaba de honor a las naciones del trópico. ¿En cuánto tiempo fueron subvertidos esos objetivos intangibles? ¿Desde cuándo, en pasivo contubernio, somos alcahuetes con esos seres indignos que han convertido la ratería en aceptada norma de conducta?
Enfada revisar el mapamundi de la
inmoralidad.
Dilma Rousseff, la presidenta de Brasil, tiene un respaldo de opinión inferior al 10%. Varios de sus ministros fueron hallados culpables de latrocinios en venales componendas con el Partido Popular que la eligió. Luego vino el saqueo en Petrobras que colmó la copa de resignación y en repetidas manifestaciones de más de cien mil personas, vociferan contra ella y exigen que se retire y se repliegue en un silencioso ostracismo. Chile no está a la deriva. El prójimo cercano de Michelle Bachelet hundió pecaminosamente las manos en el erario público. Martinelli de Panamá tuvo que huir de su patria para escapárseles a los investigadores de sus travesuras. Venezuela es un paraíso de la droga. Diosdado Cabello, el hombre fuerte de ese país manejado por un camionero, y el entronque hogareño de la consorte de Maduro, conocen y utilizan las rutas clandestinas para la exportación de cocaína. La esposa del presidente de México, Enrique Peña Nieto, fue sorprendida en negocios multimillonarios, empezando por la adquisición de una casa fastuosa, obsequio (?) de un contratista con el Estado. En Nicaragua se produjo un hediondo ayuntamiento entre Arnoldo Alemán, exmandatario convicto de bribonadas dolosas, con el actual, Daniel Ortega, para quitarle al primero los grillos de la cárcel. Y asegurarle al segundo el mando sin límite en el tiempo. El capítulo más asqueroso acaba de ocurrir en Guatemala. Su jefe de gobierno, Otto Pérez Molina, para robar, desviaba las rentas de la aduana para su beneficio personal. En sangrienta cirugía el pueblo tiene a este granuja en los
panópticos.
Los colombianos hacemos saltos continuos de escándalo en escándalo. Unos ministros condenados y prófugos de la justicia otros; un Alto Comisionado para la Paz perseguido por los jueces; los asistentes militares del primer mandatario, generales del Ejército y la Policía, estigmatizados por narcotráfico; los secretarios generales de Palacio cumpliendo sentencias que los afrentan de por vida; los gobernadores, unos, que le entregaron a los subversivos los dineros de educación y la salud y, otros, desvergonzados que fueron pillos en beneficio personal, pagan sus fechorías en las mazmorras; quien fuera senador, embajador ante la OEA y dizque “director espiritual” de un partido, fue fabricador intelectual de varios crímenes y huyó del país de miedo a chamusquina judicial; cuñada y sobrina del presidente, engrilladas en los EE.UU. por sus negocios clandestinos con la droga; parlamentarios convictos de sofisticadas piraterías en cautiverio; y qué ¡Dios santo! de la pandilla que en Bogotá comandó su alcalde Samuel Moreno Rojas; en fin, son oscuros carteles organizados para cometer todos los delitos que contempla el Código Penal.
Día tras día, somos notificados de nuevos abusos que se perpetran con los caudales del Estado. En los municipios, departamentos, ministerios, entidades descentralizadas, a cada instante estalla una bomba de improbidad. Y no hablemos de las elecciones anteriores, ni de éstas y futuras, convertidas en estadio de festines con dineros malhabidos.
¿Cuándo imitaremos a Guatemala?
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